Existe una fotografía del campo de concentración de Bergen-Belsen (AFP, Getty Images) en la que se ve a Adolf Eichmann sonriendo mientras dos oficiales le cortan los tirabuzones a un judío. No solamente Eichmann sonríe; todos sus acompañantes, siete oficiales, también sonríen. La única persona que no sonríe es el judío, que en el centro de la escena nos interroga con su mirada.

Esta escena me hace pensar en otras que ocurren en los patios de los institutos; un adolescente se ríe de otro, se ríe de su indumentaria, de su cara o su cuerpo, le insulta, se enzarzan en una pelea y ¿qué hacen los demás? En algunos casos les separan, en otros les divierte la escena y llaman a otros para que vean el espectáculo. Y no solamente en los patios escolares pueden verse estas escenas. A veces en la puerta de un bar he visto a dos hombres peleándose y a otras personas mirando la escena sin intervenir y llamando a otras para ver el espectáculo, sin que ninguna de ellas interviniera ni dijera nada.

Otra escena reciente que nos ha sorprendido en nuestra comunidad, en un instituto de Bétera, es la agresión homófoba de un grupo de alumnos a un profesor, insultado y agredido en el patio por dirigirse a ellos para que dejaran de provocar. Estos discursos de odio, al igual que la negación de la violencia contra las mujeres, está creciendo en los últimos años, en los patios escolares, en los partidos de futbol, en las redes y en general en toda la sociedad.

En todas estas escenas existe la lógica de «conmigo o contra mí». Y si quien agrede está considerado un líder en el grupo o siembra el miedo, todos callan y dejan hacer. Romper este dualismo de «conmigo o contra mí» sería labor de una educación para la resolución pacífica de los conflictos. Ser pacifista, por tanto, es no aceptar la lógica guerrera o la amenaza como forma de relación de los seres humanos. Lo vemos estos días en la guerra de Ucrania; conmigo o contra mí o el pacifismo y los intentos difíciles de escucha y diálogo, si las dos partes quieren. Pero el pacifismo, como la coeducación, que es una educación para la paz entre mujeres y hombres, para la escucha de las diferencias, el diálogo y buentrato, molestan, porque rompen los dualismos.

El profesor de Bétera decía que su labor es educar en valores a estos adolescentes y que seguirá haciéndolo. Esa es nuestra labor, de toda la sociedad, no tan solo del profesorado. Trabajar por la paz es oponerse a la lógica dual y a esa masculinidad patriarcal identificada con la fuerza, con el desprecio de las diferencias, con los discursos bélicos y el maltrato al diferente, al que elige su propio camino, a quien pretende mostrar su identidad diversa de la hegemónica.

Oponerse a esta masculinidad beligerante es oponerse a la imagen del enemigo, el otro, el que merece ser destruido porque su ser diferente interpela y tambalea los entramados de la masculinidad patriarcal, enraizada en numerosas costumbres, normas, leyes, actitudes y emociones, que de tan habituales que son parecen naturales. Pero oponerse a esta lógica del dominio y control supone una gran ganancia, porque es aceptar la diferencia de cada ser, de cada pueblo, de cada mujer y cada hombre y ver lo que nos une como seres humanos, que es mucho más grande de lo que nos separa.

El patriarcado se inscribe en nuestro cuerpo con apariencias de normalidad. Ver lo injusto de esa aparente normalidad es tarea de la coeducación, como educación que cuestiona el sexismo y sus secuelas; el acoso, control y maltrato del diferente, y en grado máximo la violencia que se ejerce sobre las mujeres por no sujetarse a las normas y deseos del varón. Estos adolescentes agresivos necesitan ser educados. No basta con leerles los derechos humanos y dar paso a los protocolos de actuación contra el maltrato. Hace falta educar a toda la comunidad educativa en el buentrato, la escucha activa, empatía y compasión hacia otros seres humanos que pasan por experiencias y circunstancias diferentes a las nuestras. Como dice el escritor Roy Galán, en su Facebook, la compasión ha de entenderse como un valor político y revolucionario, al igual que lo son la ternura, la amabilidad o el buentrato, y como la capacidad de ver de dónde viene el otro. La compasión supone entender a todos esos chicos jóvenes que están perdidos, porque el mensaje que están recibiendo constantemente es que hacen todo mal. Perdidos porque les decimos que son machistas, en vez de decir que tienen comportamientos tóxicos o machistas. Necesitamos la compasión para confiar en la educación y el aprendizaje, para dar cabida a la duda, al miedo y a todas las emociones, para confiar en el diálogo y en el encuentro. No hay nada más hermoso que mostrarle a un chico que él también podrá ser un hombre más libre y más feliz, y construir un mundo más habitable para todos los seres humanos.

La Coeducación constituye, por tanto, la mayor prevención de la violencia, porque practica la escucha, el diálogo y el pensamiento crítico de cualquier acontecimiento humano, porque no consiente ningún tipo de maltrato, dominio o control sobre las mujeres ni sobre ningún otro ser humano, porque trabaja las relaciones de igualdad y las emociones que se mueven en los grupos. Toda la comunidad educativa debiera recibir formación en Coeducación, porque es tarea de todos; profesorado, alumnado, familias, municipios, medios de comunicación y ocio, y redes. No es tarea tan solo de las personas agentes de igualdad porque es fundamentalmente un largo proceso social, un proceso y un camino que merece la pena recorrer por el propio bien y el de toda la humanidad.