La fama, entendida como admiración popular a gran escala, dura hoy menos que nunca. Harrison Ford ha sido famoso durante décadas; y Tom Cruise; y Carl Lewis; y Humphrey Bogart; y tantos otros. Cito deliberadamente personajes de la farándula y el deporte porque no cuentan, para sostenerse, con el agarradero de la historiografía de campanillas. El renombre de Julio Iglesias, de Kirk Douglas o de Michael Jackson se ha mantenido en el tiempo gracias a la perseverancia de sus admiradores; una perseverancia que antes era corriente y ahora es difícil de hallar. No se dan, en el público de hoy, las condiciones adecuadas para que proliferen las famas longevas. Por eso constituyen un fenómeno en llamativa recesión. Aquí en la españona, por ejemplo, donde tantas famas perdurables hubo, no surgen actualmente más que unas pocas: Alejandro Sanz, Rafael Nadal... y con el requisito suplementario de tener que aportar, al menos una vez al año, algún un pelotazo que galvanice a la población, alguna victoria que recuerde a las masas la presencia del ídolo, del personaje, del referente; porque un silencio demasiado largo les pone a pique de olvido. La fama de ayer, además, la fama resistente y durable, aquella fama que, una vez alcanzada, no dependía tanto del famoso en cuestión como de la multitud espectadora, solía evolucionar, en su declive natural, hacia la leyenda, mientras que la fama de ahora, cuando no desaparece sin más, acaba sus días en el dique seco del recuerdo jocoso, de la caricatura e incluso —es cada vez más frecuente— de la ignominia. Sergéi Bubka, Edwin Moses, Bob Beamon fueron leyenda. Hoy los atletas florecen y se marchitan sin apenas notoriedad. George Michael, Prince, Brian Wilson, pop de solera y tronío, fueron leyenda. Hoy los cantantes, pavesas enclenques del capricho social, brillan un instante y enseguida se apagan. O los apagan. Su fama se ha convertido en la estela de un film o el eco de un single. Cosas de la saturación informativa y de la inmediatez, de la curiosidad frívola y del mariposeo digital. Vamos de flor en flor, de sensación en sensación, sin seguir nada, sin admirar nada, sin profundizar. Todo se va en gozo efímero, y el que pudiera ser ídolo queda en objeto de consumo, en tentempié del minuto, en ejemplar de muestra, en infusorio, en sinopsis de sí mismo. Ya ni el pelotazo esporádico. La fama se desvincula del famoso: es un pequeño trofeo de cartón que las multitudes otorgan y al que la figura de turno hará muy mal en aferrarse. La pantalla nos ha excitado tanto la impaciencia que somos incapaces de acompañar una trayectoria o de aguardar la superación de un fracaso. Atendemos al flash, al fogonazo, al deslumbramiento, a la novedad; y en el desierto de la novedad no hay leyendas. Los que buscan la fama, por tanto, han de sudar hoy menos que sus predecesores: no tienen que hacer suyo el oficio más allá de lo estrictamente necesario ni necesitan alcanzar el nirvana de la propia expresión; basta que se pongan la calcomanía de moda, que adopten el tonillo de turno, que se hagan uno con la masa. El gusto de la masa dicta las tendencias; y aunque parezca lo contrario, no se deja sorprender. Los actores, los cantantes, los artistas ya no arrastran al gentío con su originalidad: las multitudes mandan, imponen su criterio, y los artistas que persiguen su minuto, su segundo, su ración ínfima de gloria deben plegarse, amoldarse, someterse a él, so pena de irrelevancia. La fama efímera es un efecto de la rebelión de las masas; porque las masas, ignorantes hasta la médula, se ven capaces de todo, se atreven a todo, y no se dejan epatar por el talento del artista. No lo siguen, tampoco lo admiran, y ni siquiera lo emulan: únicamente lo toman, si les gusta, como plantilla de imitación; juegan un poco a ser como él; y se las ve satisfechísimas, salga la cosa como saliere, de lo bien que lo hacen. Este brevísimo santiamén de veleidad populachera es lo que dura la fama. El artista vuelve a ser bufón, simple cómico al servicio del vecindario, cosa que a primera vista parece revertir la entronización de la farándula pero en realidad sólo es la farandulización de todo, la cumbre de la estulticia social y el alegrón de los políticos, que anticipan con arrobo interminables lustros de claqué, sinecura y cuento chino. La fama ya no dura, y en lo poco que dura sale a relucir la negra tiniebla que devora el criterio, el gusto, la exigencia y el nivel. La fama de ayer tenía un sustrato —mejor o peor— en que arraigar; la de hoy apenas puede agarrarse a una capa de polvo.