Colombia volverá a celebrar este domingo unas elecciones marcadas por la violencia política. En el último año se registraron 163 casos de ataques contra activistas políticos (19 muertes y 144 amenazas) y sólo en 2022 ya ha habido 7 crímenes de ex guerrilleros (303 desde que en 2016 se firmó el Acuerdo de Paz) y 36 asesinatos de líderes y lideresas sociales por defender los derechos de sus comunidades. Además, 61 personas murieron en las 20 masacres cometidas este año.

Esta situación de violencia generalizada, que queda en la más absoluta impunidad en la mayoría de los casos, está dirigida principalmente contra las opciones políticas progresistas, cuyos simpatizantes y candidatos/as corren el riesgo de convertirse en nuevas víctimas por apostar por un modelo de país inclusivo contrario a los intereses de los asesinos. Pero la violencia política en Colombia también se ejerce sin disparar un solo tiro e influye en el resultado de las urnas.

En este país, el hambre es una realidad diaria en el 54% de los hogares (64% en áreas rurales), medio millón de niños y niñas sufren desnutrición crónica, y siete millones de colombianos y colombianas viven en la pobreza extrema, hacinadas en chabolas de barrios sin los más mínimos servicios y en las comunidades empobrecidas por décadas de políticas neoliberales que están acabando con la economía campesina. Estas personas son consideradas desechables durante toda su vida, excepto durante un corto periodo de tiempo cada cuatro años.

En los meses previos a cada cita electoral los partidos tradicionales, dirigidos por familias enriquecidas por el narcotráfico y la corrupción, ponen en marcha sus maquinarias de compra de votos y muchísimos electores/as se ven en la necesidad de venderlos. A veces por sumas cortas de dinero que palíen la penuria cotidiana de su familia, en ocasiones por promesas de empleo o pequeños contratos y a menudo los líderes y lideresas vecinales tienen que negociar los votos de su comunidad a cambio de mejoras en el barrio o subsidios (derechos transformados en favores). No existen cifras concretas de cuántos votos se obtienen fraudulentamente, pero sí que se conocen algunos datos de la inversión: recientemente, se ha acusado a varias familias de la costa del Caribe de destinar más de 4 millones de euros para la compra de votos en las anteriores elecciones legislativas y presidenciales de 2018. En cualquier caso, los politiqueros sólo gastan parte de lo que han robado previamente y con la seguridad de que lo recuperarán cuando salgan elegidos ellos mismos o sus testaferros.

En el recorrido que hemos hecho por distintas partes de la geografía colombiana acompañando al líder campesino y candidato al Senado por Fuerza Ciudadana, César Jerez, nos hemos encontrado con esta realidad. Nos han contado cómo algunos políticos locales entregan billetes de 50.000 pesos en la puerta de su casa a padres de familias sin recursos, cómo se presiona a las y los trabajadores para que hagan campaña por determinado candidato si quieren conservar el puesto o, directamente, nos han contactado ofreciéndonos una cantidad de votos a cambio de dinero para el intermediario y para los potenciales votantes. También hemos presenciado la dignidad de quienes no piden para sí mismos, pero la necesidad les obliga a reclamar para su comunidad unas tuberías para que no se inunde el barrio cada vez que llueva o un transformador que evite los continuos cortes de luz.

Sin embargo, creemos que el deseo de profundos cambios que viene expresando el pueblo colombiano desde las jornadas del paro nacional del año pasado no va a poder ser acallado ni por las maquinarias electorales de los partidos tradicionales ni por los organismos estatales de conteos de votos. El descontento social es de tal magnitud que va a desbordar las urnas en las elecciones legislativas de este domingo y en las presidenciales del próximo mes de mayo.