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PUNTO Y APARTE

Isabel Olmos

El fuego (más barato) de la ira

Cuando mi abuela era pequeña, el hijo de un terrateniente le pidió a mi bisabuela, en plena posguerra, que le guisara una olla con todo: carne, patatas, verdura. El hombre tenía hambre, como todo el país. Ella le tuvo que decir, entre avergonzada y atónita, que mirara a su alrededor para ver la miseria que, desde su otro mundo, él no percibía. Sus hijas solo comían boniato, le respondió. No había nada para hacer ese guiso.

El fuego (más barato) de la ira Rodrigo Jimenez / Efe

Hoy no voy a escribir de la guerra. No quiero. No quiero o no puedo. En muchas ocasiones ambos verbos no solo no colisionan sino que coinciden, ya lo saben ustedes bien. Sienten que tienen muchas cosas que decir, mucha ira que canalizar o lágrimas que derramar por tantas injusticias, violaciones, abusos de poder e inocencia infantil fragmentada por bombas o por simples decisiones de adultos en despachos enmoquetados. Pero simplemente no pueden darle salida. O no quieren.

Hoy yo solo escribiría de la guerra por ellas, por las víctimas. Hace poco, con esto del llamado a ahorrar gasto energético conectando menos la calefacción, apurando las horas de luz natural y, en general siendo más austeros en el uso actual del gas y la electricidad recordé una anécdota que me contó hace tiempo mi abuela materna, víctima civil de otra guerra sanguinaria. Era en plena posguerra, con una hambruna en València y en toda España de tal magnitud que, durante años, fueron miles los niños que murieron de inanición y enfermedades. Falta de comida, de defensas, de medicinas, de recursos... La cuestión es que me contaba que un día apareció en la casa donde vivían mi bisabuela viuda con cinco hijas uno de los vástagos de la acaudalada familia propietaria del terreno. Ellos tenían su propio chalet, uno más entre múltiples propiedades en Francia y España, así que no pernoctaba allí pero sí que le pidió a mi bisabuela que le cocinara un pollo o un pavo, un buen guiso con todo, verduras, pan y hasta vino. Entre la vergüenza y la incredulidad, ella le tuvo que responder que mirara a su alrededor, que observara la inmensa devastación que les rodeaba, la delgadez de sus cuerpos. Que la mirara a ella misma y a sus hijas, piel pegada a los huesos, si carne alguna, porque solo comían boniato y, en el mejor de los casos, algo que encontraran en los campos cercanos.

Entre la vergüenza y la incredulidad, ella le tuvo que responder que mirara a su alrededor, que observara la inmensa devastación que les rodeaba, la delgadez de sus cuerpos.

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Cuando mi abuela me contó esta historia no podía dejar de transmitir un rencor casi imperceptible, pero muy presente. Un rencor ancestral. La distorsión sobre la realidad que este señor traía desde su acomodada posición de terrateniente o el simple hecho de ser incapaz de ver a esas mujeres hambrientas intentando sobrevivir en una precaria realidad, con su frío, su miseria y su soledad perdedora no solo despertaba un enfado dormido sino que azuzaba y mucho el fuego de la ira. ‘Si al menos con el enfado nos hubiésemos podido calentar...’ decía mi abuela entre risas. Pero no, no calentaba.

Todo esto viene a colación de las guerras de las que no quiero hablar y también de los mensajes sobre subir o bajar los grados en el termostato. Hay mensajes que hay que explicar muy bien a quien se dirigen. No es lo mismo pedir que te cocine una olla repleta de comida a una familia con recursos y las arcas llenas de orzas y embutido, que a otra que lame piedras y poco más. No es lo mismo pedir a una familia que malvive en un piso con un salario precario y críos a su cargo que pongan menos la estufa por el bien del planeta que hacerlo al mandamás de una gran corporación que nunca jamás ha consultado a final de mes si le han ingresado la nómina.

Los mensajes, cuando se lanzan, hay que explicarlos bien, porque si no el receptor puede sentirse no visto, no oído, no existente y, entonces, lo que calienta no es la luz sino el fuego de la ira.

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