Esta columna quisiera estar ya instalada en el 23 de abril y disfrutar de lo mejor de una final (y de la vida), como es la emoción de las expectativas. Una final de Copa, a seis semanas vista, se parece mucho a la inminencia de un viaje soñado, de un gran mapa desplegado. Cada día dibujo mentalmente el desarrollo de la final, perfilándola con nuevos detalles. Un relato en el que, de momento, tengo claro solo el inicio y el desenlace. La marea naranja y el olor a pólvora durante el día en las estrechas calles del centro de Sevilla, y la carrera de Guedes por detrás de la portería norte recreando la celebración de Claudio López en el 99. Es tributo y es reparo, por el tercero del Piojo y por los dos mano a mano errados por Guedes ante Cillessen para rubricar el triunfo del 19.

Pero toca ocuparse de otra final, sin recuerdo ya de expectativas ni tampoco visos de acabar, toca hablar del partido más largo del mundo en el que por ahora es más fácil imaginar pidiendo un sándwich franquiciado y sobrepreciado que un gol que nos evoque a ídolos pasados. El nuevo estadio es un partido eterno que, de momento, dura quince años y de cuyo resultado va a depender el futuro del Valencia. Un proyecto de tal envergadura que también se la juega la ciudad. No solo se exhibe el estadio de un club de fútbol, sino que también se proyecta, en un nivel icónico y simbólico, la imagen del cap i casal. Con el Nou Mestalla, de alguna manera València mide también su pujanza estratégica en su relación con otras ciudades. Un nuevo estadio de mínimos no solo supondría incumplir y no respetar los compromisos firmados ante la masa social, sino también ante unas instituciones que, de derecha a izquierda, han dado al club un trato exquisito y preferencial por el calado social que representa, con un Mestalla en el que se concentran votos y pasiones de todas las comarcas.

En una obra así se desprende la ambición del Valencia y València, como siempre ha sucedido en la trayectoria centenaria de un club que, como toda institución hegemónica, acaba siendo una típica expresión del stablishment local y, citando a JR March, «siempre camina paralelo a los anhelos de sus patricios». El Valencia fue republicano en los años 30 o desarrollista con las grandes ferias y exportaciones naranjeras de los 60 que le llevaron a Europa. Y en el 2004 fue la imagen de la euforia de una clase dirigente y empresarial con una avidez desmedida que llevó al club a pies de Peter Lim. La respuesta al estadio que acabe levantándose definirá, sobre todo, el retrato de nuestro tiempo. Y un estadio de mínimos, que no transmita un estímulo de crecimiento, innovación y salto cualitativo hacia el futuro será el hijo de una época tanto como lo pueda ser el incremento de apartamentos turísticos en el centro expulsando al vecindario de toda una vida.

Con sus asimetrías e imperfecciones arquitectónicas, un vistazo al actual Mestalla nos enseña la suma de los proyectos que se quedaron a medias, afectados ya sea por una gran riada en los 50, por errores de cálculo en los 80 y por los excesos con consecuencias judiciales en los 90. En definitiva, Mestalla es la consecuencia de un largo siglo de vida que ha medido puntualmente el músculo representativo de la ciudad. Con la diferencia sustancial entre las obligaciones hipotecarias a 15 años con las que los aficionados intentaron levantar el Gran Mestalla, y los 80 millones caídos del cielo con CVC a un Peter Lim cubriendo con lonas los asientos. Estamos en semanas cruciales, el gol al contragolpe de Guedes en la Cartuja aún queda lejano.