Las personas desplazadas por la guerra de Ucrania son a la vez víctimas del poder absoluto e irracional, que hiere y ofende; y mensajeras que traen noticias sobre la condición humana. A las víctimas se les acoge, acompaña y defiende; las mensajeras testifican, increpan y abren expectativas de otra historia posible y necesaria. Un testigo del atentado de Atocha, según cuenta David Trueba en Érase una vez, dejó escrito que «los cadáveres despedazados impresionaban, pero lo que no olvidaré nunca son los timbres de sus teléfonos móviles, que esperaban que alguien contestara. Es durísima la muerte, pero hay una muerte mayor cuando sabes que la esperanza va a ser defraudada, cuando sabes que nadie contestará a la llamada».

De la guerra de Ucrania llegan desplazadas y supervivientes, víctimas de una obsesión megalómana y mensajeros de oportunidades inéditas, que parecían locuras apasionadas, para las personas inmigrantes que viven en las costuras del sistema. Refugiados e inmigrantes son aliados, cómplices y compañeros en la larga lucha por construir sociedades decentes e inclusivas.

Traen la oportunidad real de disolver fronteras construidas por intereses económicos e ideológicos y ampliar las experiencias de humanidad a través de la acogida. Cuando muchos voceros proclamaban, sin ningún fundamento, que «no hay sitio para todos, ni condiciones materiales» para las cien mil personas que cada año llaman a las puertas de la Unión Europea, los desplazados ucranianos han mostrado que éramos capaces de acoger, acompañar y defender a tres millones de personas en quince días. Bastará mirarse mutuamente y conversar sobre sus molestias y dolores, sus alegrías y tristezas para crear una comunión entre desplazados y sentirse vinculados por la común humanidad.

No importa si se huye de misiles que destruyen en el acto, o de guerras silenciadas, del hambre, la impotencia, el terror o el olvido, que matan lentamente. El sufrimiento no tiene patria, ni la sangre domicilio. El grito duele sea cual fuere el color de la piel, la distancia, el estatus social o la situación geopolítica. Las llamadas desatendidas crean la complicidad de amadores y soñadores.

Se han despertado conciencias adormecidas por la sociedad del bienestar y se han movilizado los corazones. Ahora toca levantar las losas que han sometido a las personas migrantes a condiciones inhumanas e interrogatorios humillantes para lograr residencia, acceder a la salud o educación, encontrar empleo, o reconocer el derecho de ciudadanía. «A nuestros padres humillasteis y a nosotros cerrasteis las puertas» es el grito de personas invisibilizadas por su origen. A nuestra generación le corresponde la tarea histórica de acabar con la distinción entre los «nuestros» y los «extraños», entre refugiados y emigrantes. No importan si vienen del frio de la nieve o de la furia del sol, unas y otras llegaron cabalgando por inmensas soledades y expulsados por poderes inhumanos. «Desde el corazón se puede llegar a otros corazones», escribió Beethoven en la parte superior de la partitura de la Missa Solemnis.

La Asociación Valenciana de Solidaridad con África (AVSA), Terra de Acogida y tantas otras organizaciones, trabajan para que todos tengan «techo, trabajo y tierra». Os reconocemos aliados en la lucha por una ciudadanía mundial, que garantice la paz y la justicia para toda la humanidad; cómplices ante la reforma de las políticas europeas sobre la inmigración, el refugio y el asilo. Y compañeros en imaginar que los blancos y los negros, los religiosos y los ateos, los del Este y el Sur convivan en nuestras calles, en nuestros huertos, en nuestras escuelas y en nuestros hospitales y todos tengan derecho a desarrollar sus capacidades sin verse forzados a emigrar. Lucharemos juntos para que esa ola de solidaridad pase de ser una situación de emergencia a ser el paisaje ordinario de nuestra sociedad. Como dijo el poeta José María R. Olaizola «Si tú tiras de mí/naceré de nuevo/ al amor y a la esperanza».