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Julio Monreal

EL NORAY

Julio Monreal

Economía de guerra

Economía de guerra MAMontesinos

Todo el mundo tiene de amigo en Facebook un allegado que jalea el ideario de Vox pero no puede o no quiere eliminarlo de su lista de contactos por algún motivo. A través de ese conocido, de sus publicaciones, de su ardor guerrero, se entera uno de que la huelga de camioneros le encanta a la ultraderecha por lo que tiene de desestabilización económica y de generación de alarma social: se acaba la leche; escasea el aceite de girasol y hay que comprar de oliva, que cuesta el 50 % más; el pescado fresco se va a convertir en un lujo dentro de nada... Y en esto que sale la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, y dice en el Telediario que la huelga es cosa de un grupo minoritario y que está organizada por la ultraderecha, lo que naturalmente da nuevas alas e ínfulas a esos piquetes violentos que rajan las ruedas de los camioneros que sí están trabajando y protestan contra los elevados precios del carburante gastando gasoil a lo tonto en caravanas lentas que bloquean carreteras.

La ciudadanía tiene derecho a esperar de su Gobierno que solucione problemas, no que cree nuevos o agrave los existentes. Porque no es lo mismo que el amigo de Facebook ponga en su muro un montón de videos de camiones repletos de pegatinas con la bandera de España que que la ministra del ramo dé por única respuesta a la subida de los carburantes, dramática para los profesionales del volante, del timón o del queroseno, que todos los huelguistas son unos fascistas. Ya había apuntado maneras otro Sánchez, el presidente, señalando días antes en el Congreso que la culpa de la escalada de precios de la energía la tiene Vladimir Putin, como si la subida del precio de la luz no se hubiera desatado meses antes de la invasión de Ucrania. El megawatio/hora en los mercados mayoristas (obsérvese la fluidez del manejo de los nuevos conceptos) costaba 14 euros hace un año, y España va a proponer antes de fin de mes en el Consejo Europeo que se dé por bueno un límite máximo de 180 euros por la misma unidad de energía.

En lo que parece la recta final de la pandemia por Covid, cuando ya se entreveía en el horizonte una cierta recuperación económica, llega la guerra con su sucesión de desgracias: la muerte y la desolación en Ucrania; la amenaza de una contienda nuclear; el mayor éxodo de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial; sanciones económicas que se vuelven contra los impositores; carestía de determinadas materias primas y productos que han comenzado a paralizar industrias y servicios; y encarecimiento global del coste de la vida. Pero algunas de esas consecuencias, en concreto las económicas y comerciales, ya estaban en la agenda antes de la invasión de Putin, y la reacción del Gobierno de España había sido solo tibia, y desde luego insuficiente y lenta para lo que después ha venido y para lo que se espera: una rebaja en el IVA de la luz y poco más.

No es fácil enfrentarse con tantos retos a la vez, pero nadie dijo que lo fuera. El sector público, el conjunto de las administraciones en general, ha ejercido un papel fundamental durante la pandemia, tanto en materia sanitaria como en aspectos de protección social y laboral, pero los cambios que necesita no van al ritmo que exigen los tiempos. Más de un año después de la sustanciación de los fondos europeos para la recuperación económica, las administraciones continúan siendo los mismos elefantes que eran, los que por sus inercias y rutinas dejaron escapar más del 60 % de las ayudas estructurales de la Unión Europea en la etapa anterior a la covid-19. Y así siguen hoy pese a los altisonantes anuncios de reformas. Para muestra, el botón de los refugiados. Las ONG, las empresas, los taxistas y hasta los particulares se han traído ya desde la frontera de Polonia con Ucrania a miles de personas que huyen de las bombas mientras las instituciones aún no han habilitado los espacios públicos de acogida cuando está a punto de cumplirse un mes de guerra.

Una economía de guerra es lo que imponen los tiempos, y eso es lo que ha trasladado el presidente de la Generalitat, Ximo Puig, a la Conferencia de Presidentes de la isla de La Palma, a los miembros de su gabinete y a su equipo. Optimizar recursos para hacer frente a los mayores gastos y tomar decisiones aunque algunas resulten polémicas o impopulares. Si hay que conseguir independencia energética para no quedar al capricho de Rusia (o Argelia, ahora que Pedro Sánchez ha decidido volver a ajuntarse con Marruecos) hay que dar salida a todos esos parques de energía solar que están atascados, muchos de ellos por motivos paisajísticos, bajo la premisa de que sus instalaciones son reversibles. O revitalizar la industria valenciana para ganar autonomía de abastecimiento y crear empleo. O tratar de atraer inversiones de calado, como por ejemplo la gigafactoría de baterías que avanza con paso firme hacia Parc Sagunt II. Todo menos quedarse parados.

Pero se abre un horizonte político complejo en estos días, a propósito del debate sobre si ha de haber bajada de impuestos. Las eléctricas han ganado miles de millones inesperados en los últimos meses gracias a los vasos comunicantes que el sistema consagra entre los precios del gas y de la luz. Las petroleras están ganando otros tantos de miles de millones vendiendo a dos euros el litro de combustible extraído del petróleo que compraron antes de la invasión de Ucrania. Ya se sabe que cuando el barril de Brent sube, gasolina y gasoil se encarecen al día siguiente, pero cuando el Brent baja, las gasolineras tardan semanas y hasta meses en repercutir el nuevo precio. Ahora que las multinacionales se han forrado y van a seguir haciéndolo en este ambiente bélico, resulta que el Estado y las comunidades autónomas son los que han de bajar los impuestos para que los ciudadanos, los autónomos y las empresas puedan hacer frente a las facturas y mantener la actividad y la competitividad. Parece como si los beneficios extraordinarios de las energéticas fueran un derecho divino y los impuestos con los que se pagan los servicios públicos del Estado del Bienestar, una especie de atraco a mano armada a los bolsillos de los ciudadanos. Una de las que más reclama ese recorte tributario es la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, que exige más dinero al Estado para sus arcas autonómicas y al mismo tiempo anuncia rebajas fiscales para sus ciudadanos. Será porque le sobra el dinero. Aquí no sobra. Los impuestos energéticos que el Gobierno se plantea recortar dejarán a la Generalitat sin 1.000 millones de euros de ingresos, lo que agravará el mal estado del erario regional, lastrado, y mucho, por una infrafinanciación lacerante.

Debe haber pocos precedentes de una situación de conflicto bélico internacional y unas dolorosas consecuencias económicas que se capeen con una bajada de impuestos. Si es necesario que la crisis energética se resuelva poniendo tope a los precios eléctricos y arbitrando fórmulas para que el combustible profesional tenga precios asumibles, que así sea. Los problemas se arreglan escuchando, dialogando y decidiendo. Y si hay que subir otros impuestos, que se suban con criterios de proporcionalidad y de justicia social. La democracia, dentro y fuera de España o de la Unión Europea, no se defiende con demagogia sino con compromiso. Y no sale barato.

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