La competición entre las factorías FORD de Almussafes y Saarlouis en Alemania es bien conocida y hasta ahora se ha planteado en términos de abaratamiento de los costes salariales, en los que las respectivas representaciones sindicales han hecho sus planteamientos. Sin embargo hace pocos días la pugna pasó a otro campo, con la decisión de INTEL (la marca con más historia en el campo de los semiconductores, aunque ahora no esté pasando la mejor de sus épocas a causa de los grandes resultados de los fabricantes asiáticos) de construir dos grandes fábricas en Magdebourg, una localidad de la antigua RDA, a pocos kilómetros de Berlín, lo que añade una variable que desde València se debería vigilar.

Todos tenemos asumido que el futuro de las factorías automovilísticas pasa por disponer de distintos microprocesadores que provienen del Pacífico y cuyas cadenas de avituallamiento han colapsado por diversas razones, entre ellas la recuperación de la pandemia. Los microprocesadores ya figuran en una categoría especial por sí mismos, como el petróleo y el gas, y lo que es más sorprendente tienen más futuro que las propias grandes fuentes de energía que todos deseamos sean sustituidas cuanto antes mejor. Al igual que ocurre con los combustibles, con el acceso a los microprocesadores hemos pasado de la lógica de la política industrial a la lógica de la seguridad nacional. Un proceso que comenzó bajo Obama y que tomó su impulso con la administración Trump en 2019 y 2020, con Huawei como paradigma.

Son literalmente materia prima de las nuevas generaciones de tecnología. Por el contrario, para Intel, al igual que para los europeos, este evento pretende ser el inicio de una nueva era. La pandemia de Covid-19 y luego la guerra aceleraron violentamente lo que el Fondo Monetario Internacional denomina el «nuevo orden económico y político mundial», caracterizado en particular por la reconfiguración de las cadenas de suministro.

Para su obtención los ingenieros han desarrollado procedimientos muy sofisticados y por ello este sector, esencial para el funcionamiento de la economía moderna, es también el más globalizado. Ningún país dispone de toda la cadena de fabricación de un componente semiconductor. La mayoría de las veces se diseña en Estados Unidos, sobre la base de una arquitectura proporcionada por la empresa británica ARM, luego se produce en Taiwán o Corea, se ensambla en Malasia y se integra en el resto del mundo. Los gases especiales vienen de Japón, la materia prima de China y las máquinas más sofisticadas de los Países Bajos. Uno de estos eslabones puede bloquear toda la cadena, como hemos experimentado en el pasado con las inundaciones y terremotos en Asia hasta esta misma semana, y más recientemente con la reaparición del Covid en la muy tecnológica Changchun.

INTEL oficializó el martes su promesa de 30.000 millones de euros en el futuro inmediato y 80.000 millones en diez años si tiene éxito, con lo que da un gran impulso a las ambiciones de la Comisión Europea de volver a meter a Europa en la carrera de la electrónica. Para ello, promete dedicar más de 40.000 millones de euros, parte de los cuales se utilizarán para ayudar a la empresa estadounidense a instalarse en Alemania e Italia, expandirse en Irlanda y abrir laboratorios en Francia y uno en Barcelona.

Para el Viejo Continente, al igual que para el pionero de la electrónica, la razón de todo esto es sencilla: ponerse a la altura del pelotón. A finales de los años 90, Estados Unidos representaba el 40% de la producción mundial de chips y Europa el 20%. Hoy en día, están en el 15% y el 10% respectivamente. El resto está en Asia. Esta situación se considera insostenible, dada la situación geopolítica mundial. Este diluvio de dinero público concedido a un industrial estadounidense hace que los dientes se crispen. Sin embargo existen sólidas y urgentes razones para que Europa se la juegue en los brazos de los estadounidenses. Al otro lado del Atlántico, Wall Street no aprecia la maniobra de una empresa con dificultades en sus mercados y que lleva un año gastando como un loco.

Relajar esta cadena, geográfica e industrialmente, multiplicando los centros de producción, como quiere hacer Europa, será menos eficaz económicamente pero más prudente para la resistencia del sistema en caso de crisis. La preocupación para nosotros es que los microprocesadores europeos se fabricarán a muy pocos kilómetros de la rival de Almussafes y una de las justificaciones que da INTEL es la potente industria del automóvil en Alemania, cuyo consumo electrónico se está disparando con la llegada del coche eléctrico. Bien es cierto que este sector sólo representa el 10% de las ventas de chips, muy por detrás de los smartphones, televisores y ordenadores producidos en Asia.

Se piensa que la cuota del sector del automóvil va a aumentar, pero el mercado no está ahí. Hoy en día, Europa consume pocos chips, porque no produce teléfonos ni ordenadores, los dos principales clientes. Se espera que la industria del automóvil, que es el punto fuerte de Europa, tome el relevo, y que surjan otras aplicaciones con la difusión de la tecnología digital.

Lo preocupante es que una decisión europea sobre microelectrónica, seguramente razonable, puede acabar definiendo el mapa de la futura fabricación automovilística en la UE.