Debemos analizar la decisión adoptada por la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas (CRUE) de congelar de forma inmediata cualquier tipo de «cooperación científica» con «instituciones estatales rusas», tal y como se expresa en su reciente comunicado. Al hilo de esta decisión, el equipo rectoral de la Universitat de València también ha decidido «paralizar los programas de movilidad con Rusia para el próximo curso académico», e incluso «instar» a los estudiantes rusos a que vuelvan a su país («recomendar» ha sido el verbo que el Rectorado ha empleado en un segundo comunicado). Al contrario de las medidas que ha adoptado la CRUE, las de la Universitat de València sí han tenido una fuerte repercusión mediática, incluso a nivel nacional. La Plataforma PDI Precariat y el sindicato CGT han emitido sendas respuestas; la primera de ellas afirmaba que el Rectorado «no tiene fundamento legal alguno, ni base moral, para tomar resolución tan desproporcionada, que sólo puede perjudicar a quien, en todo caso, sólo es una víctima del conflicto bélico». Por comparación, la decisión de la CRUE apenas ha levantado polvareda. Pero lo cierto es que (como ha reconocido Isabel de la Cruz, de PDI Precariat) las medidas de la Universitat de València no implican sino un peldaño más en una escalada que pone en cuestión la misión de la institución universitaria.

«Las entidades científicas firmantes quieren resaltar que la ciencia tiene un papel relevante en la construcción de la paz». Así acaba el escrito de la CRUE. Es extraño que un texto que anuncia la ruptura de cooperaciones científicas termine de esta manera. Al hacerlo, da a entender que romper vínculos académicos, deshacer conexiones científicas, paralizar proyectos o forzar repatriaciones de miembros de la comunidad universitaria son, todas ellas, medidas para el fomento de la paz. Esto es una contradicción: destruir no puede significar construir; paralizar no puede significar, a la vez, avanzar. Tal oxímoron sólo tendría sentido en el caso de que estas relaciones de cooperación científica estuviesen relacionadas con los fines o medios de la guerra de Ucrania. Estaríamos hablando, en ese caso, de proyectos científicos orientados hacia el desarrollo armamentístico o hacia la mejora de cualquier otra capacidad de la industria militar rusa. Pero ¿de verdad es éste el caso? Espero que no. Si lo fuera, dichas colaboraciones deberían haber sido paralizadas desde hace tiempo, mucho antes de la guerra, y no deberían retomarse nunca más.

Ahora bien, si las colaboraciones científicas entre universitarios rusos y españoles nada tienen que ver con los medios ni los fines de la guerra, ¿a qué responde su cancelación? El comunicado de la CRUE es muy ambiguo; justifica la ruptura de relaciones por el deseo de «mostrar su solidaridad con los científicos rusos que expresan su consternación ante la invasión de Ucrania». ¿De verdad la solidaridad se expresa revocando programas de investigación científica e intercambios de estudiantes? ¿No será, acaso, que la universidad española está haciendo suya la lógica de las sanciones, la misma que han abrazado la mayoría de los gobiernos de occidente? ¿No será que lo que se pretende es presionar a los universitarios rusos para que éstos, a su vez, presionen a su propio gobierno para que ponga fin a la guerra?

No voy a valorar la justificación ni la eficacia de las sanciones en tanto estrategia política para la paz. No sé lo suficiente sobre el tema como para tener una opinión solvente. Lo que sí sé es que, al proyectar la lógica de las sanciones sobre los investigadores y estudiantes rusos, la universidad española los instrumentaliza a ellos y se instrumentaliza a sí misma para satisfacer fines marcados desde la esfera política. Presionar a los miembros de la comunidad universitaria rusa para que levanten la voz contra su gobierno atenta contra cualquier sentido de la profesionalidad universitaria. Al hacerlo, la CRUE los trata —nos trata a todos los universitarios— como medios, no como fines. En realidad, las sanciones jamás serán instrumentos propios de la actividad universitaria, al menos mientras sigamos entendiendo la universidad como una institución puesta al servicio del objetivo único de amplificar las prestaciones del arte y de la ciencia para transformar el mundo hacia formas de vida democrática. No puedo decir lo mismo de la política, pero la única manera en la que la universidad puede contribuir a la democracia es haciendo lo que está destinada a hacer: producir arte y producir ciencia (también con universitarios rusos). Cancelar colaboraciones artísticas y científicas con otras instituciones universitarias implica lo opuesto a cumplir con su cometido esencial.

Y esto es lo más preocupante. Una de las razones por las que John Dewey se oponía a las guerras era que, incluso cuando éstas se libraban en países lejanos y en nombre de la democracia, a la postre acababan debilitando la democracia dentro de casa, en las propias instituciones del país. La única manera de propagar la democracia a un nivel global era asegurándose de que se fortalecía en casa y de que nuestra sociedad se podía poner, en efecto, como ejemplo de una comunidad moderna, avanzada y cohesionada. Las guerras, en cambio, creaban un clima irrespirable de autoritarismo, intolerancia y represión interna que estrechaba y pervertía el significado de los principios democráticos fundamentales. Está por ver si esta guerra va a pervertir, también, los principios fundamentales de la vida universitaria en España.