Estamos en el 2022 y henos aquí, en medio de un debate sobre la energía nuclear, a raíz del incomprensible etiquetado "verde" que le ha otorgado la Comisión Europea, junto con el gas. La energía nuclear, esto lo tenemos que dejar claro desde el principio, provoca muchas menos muertos que los combustibles fósiles. Quizás no encaja con la visión que tenemos de catástrofes televisivas o escenarios posapocalípticos, pero la realidad es la que es. La energía nuclear es segura de la misma forma en que una pieza de bollería industrial que compramos al supermercado es segura a nivel alimentario, y nos la podemos comer sin miedo alguna a enfermar esa tarde. Aun así, a nadie se le escapa que una de aquellas bombas calóricas envueltas en plástico es bien poco saludable nutricionalmente y, si comemos de forma regular, nos perjudicará a medio y largo plazo. De forma análoga, podemos afirmar que la energía nuclear es segura, mucho más del que percibimos, pero no es saludable para las arterias energéticas, tampoco para las ecológicas o las económicas. ¿Por qué?

La Unión Europea, que en tantos otros asuntos ambientales nos arrastra hacia cierta idea de progreso es quien provoca esta inesperada regresión en política energética. Cuestiones de geopolítica continental (la tensión Alemania-Francia) y otros condicionantes (lobbies, que de esto en Bruselas tienen a puñados) han hecho que, de repente, décadas después del "Nucleares no, gracias" -un lema que se encuentra presente (y en nuestra lengua) a algunas pancartas que se exhiben al Museo de la Historia Europea, en la capital belga- el futuro vuelva a iluminarse con la seductora chispa radiactiva. Pero no hay que recurrir en Chernóbil o Fukushima, tampoco al pez de tres ojos de Los Simpson. La ecuación que invalida la energía nuclear como inversión verde y como un camino deseable tiene que ver, más que con los residuos radiactivos, con el tiempo, el dinero y la democracia.

Con el tiempo, porque hace falta mucho, para construir una central nuclear. Hay proyectos que se alargan diez, quince o hasta veinte años. Tanto que repetimos el mantra de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) de la ONU y se nos olvida que el marco temporal llega hasta 2030. Esta fecha es también el límite para lograr una bajada drástica a las emisiones de gases invernadero, que en Europa hemos cifrado en un 55% respecto a 1990. Si mañana mismo se aprobara la construcción de una central nuclear, e incluso si la construcción empezara pasado mañana sin tener que esperar a la selección de los terrenos y municipio, ya iríamos tarde. Nos pasaríamos, y mucho, de la línea roja que supone 2030 para los objetivos climáticos. Es ahora cuando tenemos que reducir drásticamente las emisiones, no al 2042, cuando el trabajo tendrá que estar prácticamente todo hecho.

El segundo elemento de la ecuación es el dinero. No hablamos del precio de la energía; hablamos de cuánto cuesta la propia central. Para que se hagan ustedes una idea: pueden llegar a costar tanto como todo el presupuesto anual de la Generalitat Valenciana, excluido la deuda. Veinte mil millones de euros. Incluso si se desarrollan modelos más baratos, estamos hablando de inversiones descomunales a décadas vista. Con el progreso actual y la caída de precio de las renovables, ¿qué garantía tenemos de que no resultará un gasto ruinoso? ¿Qué coste de oportunidad supone derivar esa cantidad de dinero en una sola tecnología e infraestructuras que se amortizarán de aquí en medio siglo? ¿Por qué no lo invertimos en restauración ecológica o rehabilitación de edificios?

La última variable de la ecuación es quizás la más importante. Las grandes infraestructuras energéticas apuntalan el oligopolio energético y taponan la transición, porque solo pueden operarlas grandes empresas. Son una herramienta de autoperpetuación del statu quo (ese que encarece los precios de la electricidad y vacía pantanos para enriquecerse más). Funcionan alimentando la oferta en vez de reduciendo la demanda. Cómo cantaba Al Tall: "La energía nuclear / Será la mejor manera / De mantener la caldera / O de hacerla reventar". La propuesta emergente de una "renuclearización" no cuestiona el modelo, da todo el poder a los mismos que nos han llevado hasta aquí e impide la democratización de la transición energética, que es mucho más que cambiar el origen de la energía: es también producirla de manera descentralizada, con participación y decisión ciudadana y redistribución de beneficios.

La nuclear es una muleta -útil, necesaria- de la cual no nos podemos deshacer... todavía. Lo que no tiene sentido es que Europa nos diga que andar con muletas es estar sano. Claro que si nos rodeamos de veinte muletas no nos caeremos nunca. Pero tampoco podremos andar y movernos con libertad. No es el camino. ¡Ah!, y ahora toca que, después de esta niebla radiactiva, nos pongamos con el gas, un combustible fósil que quiere disfrazarse de energía limpia. ¿Se lo permitiremos?