El 16 de marzo de 2018, el historiador Timothy Snyder publicaba en The New York Review of Books, -una revista de bien fundamentado prestigio-, el ensayo «Ivan Ilyin, Putin’s Philosopher of Russian Fascism». Snyder, autor, asimismo, de «El camino hacia la no libertad» (Barcelona, 2018), recordaba la trayectoria intelectual y biográfica de Ivan Ilyn (1883-1954), un reconocido teórico del fascismo ruso, recuperado por Vladimir Putin para moldear un ideario justificativo de su discurso y decisiones.

«Mi oración es como una espada y mi espada es como una oración». Con estas palabras, Ilyin resaltaba la atribución al pueblo ruso de una espiritualidad especial sostenida por la inocencia. Los rusos no conformaban una sociedad cualquiera: estaban llamados a una lucha por la reconstrucción de la virtud, dentro y fuera de sus fronteras. Constituían un pueblo que, con la oración y la espada como instrumentos intercambiables, debían integrar a la comunidad etnolingüística eslava en un pueblo homogéneo, superando las diferencias que interfirieran su destino místico; una unidad orgánica indisociable que constituía un primer paso hacia la construcción de la Unión Euroasiática.

Para impulsar su papel preponderante y mesiánico, los rusos debían entender, como hiciera el pensador legal nazi Carl Schmitt, que la «Política es el arte de identificar y neutralizar el enemigo»: no el arte de gobernar la discrepancia para preservar la convivencia, como ocurre en las sociedades democráticas. Un enemigo que, al igual que en otros fascismos, se identificaba con cínica naturalidad en los pueblos geográficamente próximos y en aquellos que, más allá de su cercanía, se identificaban con los valores democráticos como forma superior de articular, pacífica y constructivamente, la pluralidad social. Un enemigo que, como hemos visto ahora en Ucrania, adopta una intensidad prioritaria para Putin al aunar vecindad, voluntad democrática y envoltura eslava.

Para Ilyn, que descartaba cualquier atisbo de separación de poderes y de procesos electorales basados sobre diferencias ideológicas, el líder de la regeneración rusa debía ser una persona con atributos redentores que asumiese el monopolio del poder. Sus antiguas simpatías zaristas y su admiración por Mussolini y Hitler (hasta que conoció de éste que consideraba a los eslavos como «subhumanos»), le sugerían que el actor-dictador debía ser un humano especial, fuerte y varonil, que, dotado de todos los poderes estatales, llevase al pueblo ruso hacia sus más altos destinos como reparador del desorden humano y freno a la hostilidad que le circundaba.

Una dirección autoritaria, una misión visionaria y una resonancia popular que necesitaban superar un obstáculo: la existencia de la clase media. En la concepción de Ilyn, ésta alimentaba el pecado y vomitaba en la pureza de aquella protección metafísica que alejaba al pueblo ruso del mal. La clase media, resultado en todos los países avanzados de la sedimentación de la razón y el progreso, era también la responsable del avance de posiciones alternativas que desarticulaban la homogeneidad de un pensamiento ruso sin fisuras. Era la mano que mecía la cuna de los reclamos democráticos, la masa madre de la duda y la disolución.

Las ideas de Ilyn han servido a Vladimir Putin para dotar de relato su ocupación de Ucrania y sus ambiciones de amarrar a los restantes pueblos eslavos y convertirse en el agente histórico reconstructor del poder ruso sobre buena parte del espacio euroasiático. Por su parte, las ideas de Ilyn sobre la clase media han alcanzado una traducción dolorosa: la economía rusa ha desembocado en un terrible espacio de desigualdad. La reproletarización de sus ciudadanos y la simultánea elevación de un reducido número de cleptócratas ha contenido, aunque resulte paradójico, las tensiones sociales internas. De una parte, por el trabajo represivo, e incluso criminal, de los agentes al servicio de Putin. De otra, porque, en las actuales condiciones rusas, es más sencillo lograr la sumisión de los pobres que la de los integrantes de la clase media. Las elevadas dosis de nacionalismo y apoyo a la religiosidad, inyectadas por el régimen de Putin, representan un lenitivo para los vacíos de la miseria, la ausencia del estado de derecho y el retroceso en la esperanza de vida. Por si no resultara suficiente, el régimen ruso dispone de palancas de poder social que le permiten controlar las desafecciones: en un país impulsado por una economía fundamentalmente extractiva, con billonarios que deben su fortuna a Putin y con una burocracia fidelizada, no se producen oportunidades similares en amplitud a las que han facilitado el funcionamiento del ascensor social en la Europa de los últimos setenta años.

A las anteriores influencias, ideológicas y estructurales, se añade el desprecio de Putin a la legalidad internacional y su inclinación hacia la mentira y el engaño en sus relaciones con otros países, como ahora se ha observado. Se superpone su estrecha relación con diversas opciones de extrema derecha existentes en Europa y más allá de ésta. Se suma el intervencionismo de Rusia en las elecciones americanas, en apoyo del amigo Trump. Un conjunto de conexiones y acciones que sustentan sus aspiraciones, como fascista ruso, de transformar el tablero internacional por medio de la fuerza, el dolor y la corrupción: medios justificativos de los fines para quienes, como fascistas coherentes, desprecian la condición humana y buscan, en los harapos de constructos ideológicos fantasiosos y levitantes, el tejido para confeccionar su ropero; el traje que oculte la mugre de su irracionalidad y maldad.