Parece ser que Putin está haciendo el negocio del siglo vendiendo el gas y el petróleo un 30% más caro debido al conflicto que él mismo ha provocado. Es decir, que los europeos, unos más que otros, estamos financiando los costes de invasión de Ucrania. Y la única solución sería dejar de comprar el gas y el petróleo ruso, tal y como han hecho EEUU y Gran Bretaña. Pero ellos lo han podido hacer porque tienen una menor dependencia de los combustibles fósiles rusos. Algún experto ya ha apuntado que la solución sería bajar unos grados e incluso dejar de utilizar la calefacción para reducir esta dependencia y no financiar al tirano. Parece algo impensable para una sociedad del bienestar tan acomodada como la nuestra, pero no creo que fuese tan descabellado sacrificarse un poco y apagar la calefacción por una buena causa. Además, también lo agradecía el medio ambiente. Claro, dicho esto desde Valencia, con el clima tan benigno que tenemos, parece fácil, pero puede que no piensen lo mismo los del interior de la meseta o los habitantes de Polonia o Alemania. En todo caso creo que es una cuestión generacional, pues si yo me retrotraigo a las vivencias de mi infancia en Alustante, un pueblo de la comarca de Molina de Aragón, conocido como el polo del frio, podríamos ver que no pasa nada por vivir sin calefacción, y ni siquiera sin agua caliente en las casas. En los años sesenta del siglo pasado, en muchos pueblos de España abandonados a su suerte por el régimen franquista, no tenían ni agua corriente y había que ir a la fuerte con cántaros y garrafas a buscar tan preciado elemento para cocinar, lavarse, dar de beber a los animales, etc. Y por supuesto que no había calefacción en las casas, a pesar de tener inviernos con 10 y 15 grados bajo cero de modo muy continuado.

A pesar de estas duras condiciones, yo recuerdo una infancia feliz en la que el frío no era un problema. Puede ser porque el cuerpo se amolde a todo tipo de circunstancias, pero la única calefacción que había en todas las casas del pueblo era una cocinilla clásica de leña, con horno, depósito de agua y aros, que servía para cocinar y calentar el agua. Estaba en el comedor y este era el único habitáculo de la casa que se mantenía relativamente caliente. Para acostarse se llenaba la bolsa de plástico o una botella «de gaseosa» con agua caliente del depósito, y con eso era suficiente para calentar la cama. Para bañarse, mi madre, al igual que todas las del pueblo, ponían el sábado por la noche una caldera grande en el comedor y la llenaban con el agua caliente del depósito de la cocinilla y la de un cubo metálico suplementario que se calentaba encima de la cocinilla. Nos bañaba a los dos hermanos a la vez para aprovechar el agua, y al principio estaba templada, pero conforme se iba enfriando había que darse prisa en rascar con el jabón casero que se hacía entonces. Y no había más baño hasta la semana siguiente. Solo lavados de cara y manos en la palangana.

En la escuela teníamos una estufa de leña que se alimentaba con el «rebollo» que estábamos obligados a llevar cada escolar al entrar, y si se acababa la leña, pues se acababa la calefacción. Como las ventanas cerraban mal, recuerdo los días ventosos un chorro de aire helado que entraba a mi lado, pero nada de quejarse por tan nimio asunto. De hecho, el frio no era un problema, pues los chavales nos negábamos a ponernos los abrigos para ir a la escuela porque nos restaban movilidad en las carreras y juegos. Total, que íbamos todos con pantalones cortos, el pasamontañas y unos guantes algunos privilegiados que los tenían. Solo nos poníamos el abrigo ante la insistencia pesada de nuestras madres los días que había caído una buena nevada.

Quizás los chavales de esa época estábamos hechos de otra pasta, pero está claro que vivir en unas condiciones duras hace a las personas más resilientes y los prepara para poder afrontar situaciones difíciles cuando se producen. El actual estado del bienestar del que disfrutamos en el mundo accidental nos ha acostumbrado a niveles de confort que son difícilmente sostenibles, y no solo por la guerra de Putin, sino porque nuestro planeta no va a poder resistir este ritmo durante mucho tiempo sin colapsar. Basta con que se produzca una sequía prolongada o una restricción en la afluencia de combustibles, para que una gran parte de la población piense que así no se puede vivir. Pero realmente se puede vivir con menos y ser feliz, aunque hay que estar entrenados para ello. Esta es una buena ocasión para comenzar.