El pasado lunes murió Miguel Hernández. No sé cuántas veces se ha muerto el poeta. Sí que sé las veces que lo hemos llenado de vida, en la lectura de cada uno de sus versos, en los días sombríos cuando ha flojeado la esperanza, siempre que la infancia salía de ese día sombrío para decirnos que el hambre mata como una maldita bala enemiga. Escribió con la sangre estampada en cada sílaba, se subía a un andamio para levantar esa casa grande donde habitan los grandes corazones, miraba lo que acontecía por las calles en los tiempos difíciles y en vez de quedarse quieto cambió su casa por la lucha sin cuartel en las trincheras.

Fue poeta y comunista. Las dos palabras fueron proscritas después de 1939. La primera, aún hoy, significa poca cosa en un mundo de escrituras infames, incluso de poetas y poesías infames. La segunda sigue siendo un insulto en la boca de quienes heredaron el odio y lo siguen cultivando con la misma pasión que sus antepasados. El pueblo alimentó sus poemas y sus poemas se echaron al monte para librar la batalla del pueblo en defensa de la República: «La guerra, madre, la guerra. / Mi casa sola y sin nadie. / Mi almohada sin aliento…» Siempre hay una guerra en alguna parte. Lo peor es que una vez empezadas nunca se acaban. Duran siempre. Después de aquella guerra nunca llegó la paz. Lo que llegó fue la victoria. Y la paz y la victoria se parecieron poco. Nada.

Ya desde muy joven, allá en Orihuela, quiso ser poeta. Se fue a Madrid y no encontró mucho eco en sus aspiraciones. Lo apoyaron, entre muy pocos más, Neruda, Vicente Aleixandre, José María de Cossío… Los poetas exquisitos de la Generación del 27, con García Lorca a la cabeza, lo despreciaban. Calzaba alpargatas. Vestía ajustada chaqueta de cabrero. Luchaba en el campo de batalla, no como los otros. Nunca fue para nadie tan difícil ser poeta. Hoy hay mucha poesía que tiene millones de seguidores en las redes sociales y en muchos libros y te llena de vergüenza. La buena poesía cotiza cada vez más a la baja. Una vez escuché cómo un tipo decía que había montado un grupo en internet y ya eran cuatro mil los poetas sumados al invento. Dijo cuatro mil y se quedó tan pancho. Lo tendría que haber denunciado en la agencia antifraude. Pero no lo hice y seguro que seguirá por esos mundos maltratando vilmente la poesía con sus cuatro mil secuaces.

Regreso al poeta. El final de la guerra lo llevó a la cárcel. A las cárceles. Escribió sobre ellas, escribió en ellas con el grito de libertad atravesando las rejas oxidadas del cansancio. La humedad encharcada en los suelos carcelarios le llenó los pulmones de una negrura traicionera. Se murió un 28 de marzo de 1942, en una de esas cárceles. Digo murió y podría decir que lo asesinaron. Como a tanta otra gente en los pacíficos días de la victoria. «Siempre la vida es poca», escribió otro inmenso poeta y comunista: José Saramago. La de Miguel Hernández casi ni fue vida de lo corta que fue. No había cumplido los treinta y dos años. Tres imágenes suyas conocidas, icónicas, sobrevivientes al paso largo de los años: cuando leyó la Elegía dedicada a su amigo Ramón Sijé, el retrato que le hizo Antonio Buero Vallejo en la cárcel madrileña Conde de Toreno, leyendo sus poemas -como una arenga animosa- en territorio de guerra. Nos quedan también sus libros, el tiempo de su entusiasta juventud y luego el de una desdicha que lo condenó a las afueras de la historia.

Ahora se cumplen ochenta años de su muerte. Tantas veces como se ha muerto Miguel Hernández lo hemos revivido en sus poemas, en sus obras teatrales, en esas imágenes que durante tanto tiempo colgamos en las paredes de las casas para que la memoria de la dignidad no la borrara el desdén olvidadizo de los nuevos tiempos. En Madrid, hace unos meses, destrozó el gobierno del rencor su nombre escrito en piedra y sus versos. Otra muerte más y otra vez levantaremos su figura de poeta, atado a su pueblo por la dignidad republicana golpeada por el fascismo, camarada en la lucha por una libertad que hoy se ve ridiculizada, paradójicamente, en nombre de la democracia.

Siempre hay una guerra en alguna parte. Hoy miramos a Ucrania. Pero hay más, muchas más. En todas sufre la misma gente. Miras lo que te rodea y es como si el tiempo hubiera dejado paso a lo que ya no es tiempo ni nada: el vacío crepuscular de un mundo inhabitable. A pesar de todo, ha de haber un sitio donde no todo sea una mierda. Ese sitio existe y a veces lo descubrimos en un poema que nos aleja del miedo y de eso que algunos nos venden, cínicamente, como la versión inevitable del apocalipsis. Ese sitio puede estar en estos versos: «Florecerán los besos / sobre las almohadas. / Y en torno de los cuerpos / elevará la sábana / su intensa enredadera / nocturna, perfumada. / El odio se amortigua / detrás de la ventana. / Será la garra suave. / Dejadme la esperanza”. La vida, Miguel, la vida. Y esa esperanza que nos dejas a esta parte de las trincheras. Porque siempre andamos ahí, en las trincheras. Siempre.