En estos días de la incalificable guerra de Putin contra Ucrania se prodigan en youtube videos sobre el sanguinario sátrapa, al que no le importa bombardear hospitales infantiles y arrasar ciudades, asesinar a sus pobladores asediándoles con hambre, sed y fuego llevado de una primitiva pulsión de saña y odio. Buscando su extinción de la tierra. Al tiempo que también sacrifica a su propio pueblo ruso a través de sus soldados caídos. No hay que olvidarlo.

Si uno ve el video en el que Putin el día 7 mayo 2018 es investido en su cuarto mandato como presidente de Rusia puede reaccionar de diferentes formas. En ese video, se observa cómo camina solo a través de una larguísima alfombra roja dentro del colosal palacio del Kremlin donde es aplaudido por un público compuesto de sacerdotes, militares, académicos, diplomáticos, oligarcas y demás aduladores afines. No sé ustedes pero algunos no podemos sino sentir un profundo escalofrío y recordar cuántos dictadores a lo largo de la Historia han protagonizado tal puesta en escena en la que un canalla es ensalzado hasta límites obscenos. No hace falta poner ejemplos porque están en la mente de todos, tanto en la historia pasada como en la presente y, por desgracia, estarán en la futura.

La escenografía propicia el espectáculo. Y si esta es grandilocuente, alzando al líder por encima del resto de los mortales, halagando su soberbia y haciéndole sentir superior a los demás e incluso inmortal nos encontramos ante su divinización. Pero, en realidad, sólo estamos ante lo que no es sino la imagen quizás inmortal de un mortal. No olvidemos que ya en la obra épica más antigua conocida, el Poema de Gilgamesh (2500-2000 a.C) se narra cómo la búsqueda de la inmortalidad del Rey Gilgamesh no logra su objetivo porque la inmortalidad es atributo de los dioses y no de los seres humanos que, como tales, son intrínsecamente mortales. No descubro nada nuevo.

Sólo seres enfermizos, psicológicamente inestables y narcisistas, sucumben a esos escenarios que ellos mismos desean y alientan. Desde una personalidad en la que su soberbia les enfrenta como un espejo a su propio rostro, débil e indeseado, que pretenden romper con estas ceremonias y sus panoplias. Se arman porque no son valientes. Y se convierten en crueles porque son cobardes.

Es cierto que la vida es un teatro. Calderón de la Barca escribió en el siglo XVII el auto sacramental «El gran teatro del mundo», donde el mundo aparece como un gran teatro en el que cada ser humano representa un papel. Nada es real ni siquiera la ficción teatral porque lo real es irreal y viceversa. Un maremágnum donde a través del artificio se manifiesta una realidad ficticia que, a su vez, es más real que la propia realidad en que vivimos.

Pero, al ver en la televisión la muerte desangrando al pueblo ucraniano en tiempo real, es difícil prestarse al juego de la realidad/ficción. Pensar que estamos en la ficción. Que la guerra no existe. Los muertos son reales y podíamos ser cualquiera de nosotros. De ahí, el horror de la guerra. De todas las guerras. De ahí, que todo parezca imposible. Porque lo posible se ha encarnado en una realidad que pensábamos imposible. Desde la inocencia de nuestros deseos por la vida y la paz. Y no por la muerte y la guerra. Que ha resultado ser la realidad más brutal y cierta.

Ni siquiera cabe pensar, en el mejor de los casos y desde un optimismo ingenuo, que la guerra acabará bien. Porque a día de hoy para los miles de muertos y heridos de ambos bandos y millones de refugiados ya ha acabado mal. ¿Quién y cómo responderá?

Georges Charles Brassens escribió en 1952 una canción titulada «La mala reputación» que hizo famosa el cantautor Paco Ibáñez. Una de sus estrofas dice lo siguiente: «Cuando la fiesta nacional/yo me quedo en la cama igual,/que la música militar/nunca me supo levantar/ en el mundo pues no hay mayor pecado/que el de no seguir al abanderado».

Cuando los abanderados son seres desalmados como Putin, ¿qué les parece esta estrofa? ¿No les produce escalofrío?