Resulta fácil analizar la vida desde una perspectiva binaria o maniquea. Siempre es sencillo simplificar, tirar por el lado resultón, juzgar los hechos históricos o los personales y cotidianos a partir de ese presupuesto dual, tan didáctico en términos de exposición como mixtificador (no mitificador, ojo) si carece de un cierto rigor reflexivo. Escuchamos continuamente que la sociedad (la occidental al menos) ha vivido su mejor recorrido en sus últimos cincuenta o setenta años desde que dejamos atrás el Medievo. Que hemos habitado en una especie de paraíso miltoniano en el que la única preocupación, surgida normalmente hacia el mes de mayo, era dónde íbamos a pasar las próximas vacaciones de verano, si en Tailandia o en Londres o en Nueva York, o, un ruego más reciente, por qué no inventaban de una buena vez baterías de mayor duración para el teléfono móvil. Todo era de una felicidad ilimitada, inacabable, un festín de placer permanente. Todo, digo, hasta que apareció el covid, algo que no llega a ser ni una célula, y nos colocó ante el espejo, y trajo consigo el amargo confinamiento, muy amargo, y ahora, desde hace un mes, nos topamos con la invasión de Ucrania por parte de Putin, el nuevo zar, aunque no pertenezca por sangre a la dinastía de los Románov ni a la estirpe plebeya de Stalin.

El interrogante que yo me planteo sin ánimo petulante es si la vida de uno es una correlación de acontecimientos indulgentes, tolerantes, una concatenación alterada solo de cuando en cuando por lances dramáticos, pero en la que prevalece siempre a peso lo bueno sobre lo malo, lo positivo sobre lo negativo. Por eso he escrito: alterada solo de cuando en cuando. Según lo referido en el párrafo anterior da la impresión de que es así. Nacimos, echamos a andar y nos reprodujimos (quienes se reprodujeron, no es obligatorio) en un espacio idílico hasta ese primer toque del virus en 2019 mostrando su zarpa, seguido de la guerra mostrando hoy sus carros de combate, sus miserias y el dolor lacerante de la gente. ¿No será que la vida nos permite solo pequeños recesos de oxigenación pero que lo que la determina en verdad es su condición trágica? ¿No será que, de las tres partes que supone nuestra existencia como tipos biológicos y finitos, dos son nefastas y la tercera solo alcanza a ser mediocre? Ese eje de parecer lo que no es, la confusión buscada, me remite a aquel impactante cuento de Julio Cortázar, «La noche boca arriba», en el que lo que sueña el personaje es la realidad y la realidad, su reversibilidad, es el sueño.

Ahí surge esa amnesia que, interpreto, actúa como mecanismo de defensa, de protección, que nos indica que hemos bajado al Infierno de Dante. Esa supuesta armonía en la que nos movíamos se halla repleta de agujeros negros. Enumero, de un modo acronológico, de una manera aleatoria, algunos ejemplos «recientes», como es el conflicto chino-indio, la Guerra de los Seis Días, también la guerra del Sáhara Occidental, o el asesinato de Carrero o la muerte de Franco, con sus enormes cargas de incertidumbre volcadas en la sociedad española (¿qué iba a ocurrir?); los atentados de ETA o del GRAPO, que buscaban desestabilizar la democracia y que hicieron tambalear al país entero; las Intifadas, la guerra entre Armenia y Azerbaiyán, la Guerra del Golfo, el 11S, el 11M, el drama del aceite de colza desnaturalizado con su estela que llega hasta hoy, un 23F que nos retrotrajo por unas horas al tiempo decimonónico de los espadones, las guerras en los años noventa de los Balcanes (en Europa también, claro, Serbia, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Kosovo, Macedonia), lo de Siria, lo de Chechenia, la latente amenaza yihadista y la crisis de los misiles en Cuba que tuvieron al mundo al borde del paf, por el potencial nuclear de EE UU y la URSS, en un largo suspiro que duró trece días de infarto. Ya veo, citando solo algunos sucesos, cómo las últimas décadas constituyen una auténtica balsa de aceite. El nirvana trascendente y perdido.