El humor es uno de los aspectos más enriquecedores para cualquier persona y, entre sus múltiples beneficios, figura la reducción del estrés y la predisposición a ver el semblante cómico y risueño de la realidad. Cada individuo posee un estilo propio a la hora de ejercer y de encajar este modo de expresión que, básicamente, adopta dos formas: una positiva y otra negativa. Esta última centra su razón de ser en reírse, no con los otros, sino de los otros, y cabe asociarla a una larga lista de adjetivos que empiezan en irrespetuoso y acaban en hiriente, pasando por cruel, destructivo y, sobre todo, innecesario. Y es que ¿merece la pena reírse de los demás? Tal vez sí para quienes no resulten damnificados con las chanzas, pero no para el resto. Tristemente, este formato altamente despreciable se ejercita con tal frecuencia que pasa desapercibido. Como una mala hierba, crece por doquier. Es el lado oscuro de la fuerza, la otra cara de la moneda, el agravio disfrazado de chascarrillo. ¿Qué satisfacción entraña mofarse de la discapacidad, de la enfermedad o de la imperfección? Pues hay quienes incluso se autodenominan artistas y se ganan así el sustento: sobre los pilares de la burla, el ridículo y la humillación del prójimo en función de parámetros como la apariencia física, los errores que comete, las limitaciones que presenta, las creencias que defiende o los defectos que arrastra -y de los que no es responsable en absoluto-.

Por regla general, el problema de base no suele proceder del ofendido sino del ofensor, más que nada porque cualquier hombre o mujer con un grado mínimo de empatía no necesita burlarse de nadie ni convertirle en blanco de chanzas públicas y dolorosas. El provocador, a veces un gracioso de tres al cuarto, a veces un matón de poca monta que intenta esconder su bajo nivel de autoestima y sus no pocas carencias externas e internas, se afana en remarcar los fallos del sujeto de su elección y precisa indefectiblemente de un público que le ría sus repugnantes befas. De lo contrario, le acusa de no tener sentido del humor. Por descontado, de ese no. Puestos a elegir, optemos por el humor del bueno, el que no abandona el respeto por el camino. Por eso mismo, el mejor antídoto contra estos patanes consiste en ignorarles, ya que nada encajan peor que su invisibilidad.

Cierto es que, quien más quien menos, ha sido objeto de mofa en algún momento de su vida, ya sea por motivos estéticos, ideológicos, religiosos y hasta sexuales, lo cual no deja de ser una práctica sumamente reprobable. Lamentablemente, este tipo de comportamiento halla en escuelas y colegios un terreno muy propicio y, como buena conocedora de la Mediación Escolar, puedo afirmar que las bromas y escarnios que padecen miles de niños y niñas a diario en las aulas es uno de los peores sufrimientos que cabe imaginar. Su primer impulso cada mañana es no volver a pisar más esas paredes en las que sólo les espera malestar y vejación, y donde el desánimo se abre paso cercenando sus sueños y proyectos. Por desgracia, no siempre es posible evitar ser diana de los complejos y maldades ajenos, pero sí resulta viable aprender a controlar nuestras reacciones y respuestas ante ofensas verbales de estas características, procurando blindarnos ante ellas para tornarlas más manejables. Y, aun a riesgo de que me tachen por enésima vez de buenista, me reafirmo en que recurrir a la agresión física jamás debe ser el camino. Nunca insistiré bastante en la idea de que nada denigra en mayor medida a los seres humanos que resolver sus desencuentros a golpes. Nuestra supuesta racionalidad como especie ha de demostrarse en situaciones de este tipo. La autocontención es una de las virtudes que nos diferencia y nos define y, bajo mi punto de vista, resulta incompatible de raíz con llegar a las manos.