El pasado 3 de abril, en Sueca, un padre mató a su hijo de 11 años. Padre y madre estaban divorciados y había violencia de género confirmada previamente. Al margen de los detalles del caso, que debieran ser revisados por especialistas en Derecho, queremos llamar la atención sobre la frecuente violencia ejercida sobre las hijas e hijos que, a menudo, tiene resultados fatales y que, a nuestro entender, podría reducirse, si no eliminarse, con prácticas legales y judiciales más protectoras.

La violencia de género (VG) es un asunto complejo. Tiene como víctimas directas a las mujeres y a las criaturas y de forma indirecta afecta a la sociedad en su conjunto. Las y los menores sufren violencia directa de dos tipos: a) al ver el maltrato y la violencia contra sus madres y no poder prevenirla ni evitarla y al sentir terror por la posibilidad que perciben de llegar a sufrir también violencia física. Y b) la violencia vicaria que se produce sobre las y los menores, pudiendo llegar a su asesinato, pero cuyo objetivo es producir dolor y daño en las madres de las criaturas. Cualquiera de estas modalidades de violencia puede producir daños irreversibles, físicos y psíquicos.

Desde hace algunos años se vienen ampliando los derechos de la infancia. Se ha modificado la ley contra la violencia de género incorporando a niños y niñas como víctimas directas y en junio del pasado año la LO 8/2021 de protección integral a la infancia y la adolescencia modificó el artículo 544 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal estableciendo la suspensión del régimen de visitas «cuando se dicte una orden de protección con medidas de contenido penal y existieran indicios fundados de que los hijos e hijas menores de edad hubieran presenciado, sufrido o convivido» con la violencia de género. Pero, las prácticas sociales e institucionales, y entre ellas, la judicial, no incorporan con la celeridad deseable estos nuevos conceptos y no se dictan medidas de protección suficientes sobre los menores.

Decimos que la VG es un fenómeno complejo por la variedad de componentes que interactúan en la misma. Los problemas complejos no se resuelven con soluciones simples ni homogéneas para todas las personas que los padecen. Veamos alguno de ellos. En los juzgados de familia, se presentan los casos de ruptura matrimonial, pero hasta donde sabemos, más del 80% de las mujeres que sufren violencia no la denuncian. Sigan viviendo con el perpetrador o vayan al divorcio, el juzgado no llega a saber que ese 80% de mujeres (y sus criaturas, si las tiene) están sufriendo violencia. Las razones por las cuales muchas mujeres no se arriesgan a expresar la situación de violencia en la que viven es también muy compleja (temor a no ser creídas, a que se les acuse de manipular a las criaturas contra el padre, a que esto incremente la violencia contra ellas y sus criaturas, a predisponer en su contra a la judicatura, etc.). Los rituales judiciales crean un entorno hostil y de inseguridad para quienes acuden con problemas tan íntimos. Por una parte, necesitan explicar cómo son las relaciones familiares y sus enredos y qué consideran mejor para la criatura y, por otra parte, necesitan expresar sus propios miedos y expectativas. Pero no es fácil expresar esto en los juzgados, en los cuales ni se les pregunta. Estos pormenores, simplificados, se registran en un informe psicosocial que, pese a la falta de tiempo y recursos especializados con los que se hace, es tomado como elemento fundamental en el proceso judicial de elaboración de la sentencia. Por todo ello, la tarea judicial no es fácil. Puede haber violencia de género oculta (sin denuncia) y que un mecanismo tan estereotipado como el informe psicosocial no descubre. Más difícil es aún, si -como parece que ha sucedido en el caso de Sueca- se produce un fallo en la coordinación entre juzgados. Por ello, si hay menores, es imprescindible la máxima prudencia, el análisis pormenorizado caso por caso y, sobre todo, y escuchar a las criaturas (y hacerlo en un entorno apropiado), cuyo testimonio sin ser vinculante, puede ser clave para entender lo que sucede en un ámbito como es el de la familia. Es una obligación social colectiva proteger a las y los menores. No dejemos (cada cual y las instituciones) que dañen o limiten su futuro. Es también el nuestro.