La decisión de Volkswagen de implantar en Sagunto su factoría de celdas de baterías para el automóvil constituye una de las mejores noticias económicas que ha recibido la Comunitat Valenciana desde la implantación de Ford (y de IBM, pese a no permanecer excesivo tiempo en su planta de la Pobla de Vallbona). La presencia anunciada de Volkswagen es remarcable por su magnitud y efectos sobre otros sectores, creación de empleo, diversificación de la actividad económica existente, penetración en actividades de creciente demanda y contribución a la batalla contra el cambio climático.

La Comunitat va a escalar posiciones en el conjunto de la industria española y, de igual modo, ampliará la contribución de este sector al conjunto de su propia economía, avanzando hacia la reindustrialización perseguida por el gobierno autonómico y los agentes sociales y económicos. Un propósito que enlaza con el de elevar el «carácter europeo» de las producciones valencianas, al integrarlas en la personalidad industrial más avanzada de la Unión y señalarlas como eslabón de algunas de sus mayores cadenas de valor.

La amplia satisfacción por esta noticia no impide, sin embargo, contemplarla desde otro punto de vista: ¿hubiera podido un pool de inversores locales agrupar el capital requerido para abordar una inversión de tamaño similar, en el caso de que hubieran dispuesto de la tecnología necesaria? En realidad, esta pregunta podría multiplicarse bajo el mismo supuesto: la creación, desde el tejido local, de nuevas plantas que demandaran un alto montante de inversión para alcanzar economías de escala e innovación óptimas. Basta pensar en medicamentos, la producción de chips, alimentación o las infraestructuras digitales.

La respuesta a la anterior pregunta vacila entre el no y una duda intensa. Es cierto que todos tenemos en mente el ejemplo de unas pocas empresas valencianas de primera línea en su sector respectivo. Sin embargo, teniendo en mente una inversión superior a los dos mil millones de euros, no resultaría descabellado esperar que el inversor local vacilase: incluso una fracción, modesta pero no insignificante de aquella cantidad, le obligaría a derivar a dique seco sus inversiones habituales o acudir, receloso, al endeudamiento.

Aun cuando se abandonen ambiciones similares a la mencionada, por desproporcionada con la disponibilidad de capital presente en el entorno regional, ¿serían otras inversiones de menor alcance susceptibles de acogida mancomunada? En este punto existe una zona de oscuridad. No sabemos cómo se relacionan los grandes y medianos inversores valencianos, su receptividad a las alianzas ni cuáles son sus expectativas. Sí escuchamos hablar de plataformas para el emprendimiento, de empresas familiares de inversión y de pequeños grupos de Business Angels que se aúnan para realizar aportaciones a empresas nacientes. Lo habitual, sin embargo, es que las cantidades destinadas a nuevos proyectos sean de escaso volumen y que sólo en parte de los casos pertenezcan al llamado capital paciente. También ha dejado de ser excepcional, para pasar a reiterado, el sobrevuelo de los fondos de inversión españoles y extranjeros sobre las oportunidades de negocio valencianas.

Lo que se conoce de las anteriores modalidades o estrategias de inversión no nos aporta una respuesta sobre si los inversores valencianos hablan entre sí de ambiciones capaces de aglutinar sus recursos para, pongamos, establecer nuevas empresas de entre 250 y 500 trabajadores o ampliar las ya existentes hasta niveles semejantes. Quizás ese diálogo exista pero, en tal caso, no parece abundar en el establecimiento de firmas que, por su tamaño y la novedad de sus bienes y servicios, agiten las aguas de fondo de la economía valenciana como lo hará Volkswagen. A partir de aquí, la tentación inmediata conduce a pensar en la posible necesidad de catalizadores que faciliten la cooperación de distintos inversores valencianos en torno a horizontes de intensa innovación. Por ejemplo, la economía verde, la economía azul, la alimentación como soporte de nuevos inputs terapéuticamente dirigidos, los servicios de medición de la huella de carbono en los bienes y servicios existentes y las respuestas climáticamente eficientes para su reducción… Son meros ejemplos (y posiblemente no los mejores) de campos de actividad económica susceptibles de combinar diversos ámbitos del saber que fortalezcan la resistencia ante la competencia y abran nuevos mercados.

La cuestión que se plantea a partir de este punto es doble: superar en el inversor el temor a lo desconocido (no tiene por qué serlo en el punto de llegada, aunque lo sea en el de partida, si se cuenta con un buen asesoramiento), y disponer de puntos de encuentro y debate discretos. Este fue uno de los roles que asumió el Banco de Valencia en los años sesenta y de él emergieron importantes proyectos económicos de la época. ¿Habrá quien lo intente ahora, ya sea un patriarca-patrón, un mediador de confianza o alguna asociación empresarial con liderazgo?