La Segunda República Española llegó de golpe, casi como un bache en la historia de nuestro país. Unas elecciones locales en las que el republicanismo vencía en numerosas ciudades, pero sin tener mayoría en la España rural, trajeron consigo la huida del monarca Alfonso XIII y la proclamación de la República ante el vacío de poder. Antes de ese 14 de abril de 1931 la política de nuestro país languidecía entre el fracaso de la dictadura de Primo de Rivera y los posteriores intentos fallidos del monarca por garantizar la gobernabilidad del país con gobiernos de concertación monárquicos. ¿Con esta pequeña retrospección a dónde quiero llegar? A una lección del maestro Julio Anguita: la Segunda República Española, al igual que la primera, no llegó por virtud de los valores republicanos sino por la decadencia de los valores monárquicos, por el servilismo y la corrupción endémica que los acompaña. 

 Hemos tenido dos repúblicas y las dos fracasaron (amén de por los levantamientos militares) porque no existía una estructura social y de pensamiento político que las pudiera sustentar, es decir, los valores republicanos no eran hegemónicos en la sociedad de los tiempos de las repúblicas ni tampoco entre las élites españolas. Más bien al contrario, pese al impulso de grupos de izquierdas como los sindicatos, la élite militar, administrativa, económica y eclesiástica era fundamentalmente conservadora y desde luego no estaba por la labor de ceder poder ante la voluntad popular. Construir una república contra todo un sistema y un eje de valores que no está preparado es el perfecto caldo de cultivo para su fracaso, por lo civil o por lo militar.

 Sin embargo, de los valerosos y esforzados fracasos de nuestros antepasados republicanos hallamos claves para una futura Tercera (y definitiva) República. La clave es que la República, con mayúsculas, es algo más que la ausencia de rey al mando de la jefatura del Estado. República es levantar un proyecto político en el cual los valores que hacen libres e iguales a las mujeres y a los hombres sean centrales y compartidos por una inmensa mayoría de la ciudadanía. El papel de la ausencia de rey es parte de ese eje de libertad e igualdad que ahora mismo está tensionado en nuestra Constitución que proclama que todos somos iguales en su artículo 14 y luego admite que hay una persona y una familia destinada a ostentar la jefatura del estado y envuelta en privilegios de épocas de vasallaje. Liberarnos de la figura de la monarquía, a día de hoy, es algo simbólico porque lo fundamental es que esa futura República esté sustentada en fuertes y compartidos valores, pero también es algo material, es desmontar la estructura de vasallaje, es desmontar una pieza de esta aristocracia patria que a pesar de ser duques, condes o marquesas no tienen escrúpulos en esquilmar el dinero público que es de todos para comprarse yates y coches de lujo aprovechando lo peor de una catástrofe sanitaria.

 Por tanto, es fundamental no solo empujar por la República, sino por todos esos valores intrínsecamente republicanos que nos hacen mejores como sociedad, que nos liberan de los yugos tradicionales y de los nuevos, como los valores del feminismo; que nos cuidan y cuidan lo común, como el ecologismo; que nos protegen frente a la adversidad, como la sanidad pública, como la seguridad social; o que hacen de este país un lugar más justo, como la educación pública... Por todos los valores republicanos y para honrar a quienes lucharon (y murieron) por ellos, por una sociedad más libre, más justa y más fraterna, ¡viva la República!