Antes de la guerra de Crimea, Rusia llegó a ser el primer destino más allá de la UE, con hasta 113.000 toneladas exportadas. La geopolítica nos castigó entonces y Moscú vetó las importaciones agroalimentarias europeas como reacción a las sanciones de Occidente. Ahora, la situación se repite, incluso por partida triple. Primero porque el conflicto ha acelerado el proceso de encarecimiento de todos los costes de producción en el que ya estábamos inmersos antes de la invasión. Segundo, porque las medidas para aislar al régimen y la situación en el Mar Negro amenazan con dar un vuelco al difícil equilibrio en los mercados: buena parte de lo que Egipto, Turquía o Marruecos antes vendían a Rusia, ahora y por efecto de las sanciones, se redirige a la UE. Y tercero, porque, además del gas y del crudo, la crisis también está dejando desabastecida a la UE del cereal que Ucrania y Rusia proveían. Ante tal tesitura, España parece liderar el grupo de Estados miembro que pretenden rescatar el tratado de la UE con Mercosur (Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay), firmado por Bruselas en 2019 pero cuya ratificación se ha paralizado por las reticencias medioambientales. Se pretende con ello facilitar el acceso europeo al grano de las grandes corporaciones argentinas y brasileñas. Todo lo dicho, salvo esto último, son sólo las consecuencias de hacer frente a la agresión rusa por la vía de la presión económica, no militar. Animar ahora a acelerar el acuerdo con Mercosur pasando por encima de cuestiones como la deforestación es otra cosa. Es contradictorio en sí mismo. No se puede mantener la exigente agenda del Pacto Verde para los agricultores europeos al tiempo que se hacen excepciones con regímenes tan poco concienciados con el cambio climático como el de Bolsonaro. Más aún, para España supondría un nuevo tiro en el pie porque si bien podría aliviar la carencia de cereal (con soja y maíz transgénico, claro, lo que supondría otro nuevo agravio comparativo) lo haría a costa, no sólo de violentar la normativa fitosanitaria europea, sino también del futuro de la industria española de zumos y, por tanto, de la citricultura en fresco. El precio mínimo de la naranja en el campo, una vez eliminado o laminado nuestro sector, lo marcarían desde Sao Paulo Citrocuso, Cutrale y Dreyfus. En tales condiciones, ese suelo en la cotización sería un atentado contra la rentabilidad, la competitividad, la circularidad sostenible y la propia cadena de valor citrícola.