Ha pasado mucho tiempo. No sé cuánto. Mucho. Llega un momento en que el tiempo ya es demasiado tiempo. «Todas las edades se proclaman a sí mismas», escribía Walt Whitman. Llegué a Francia el mismo domingo de las elecciones presidenciales. Cada vez es menos sorpresa el auge de la extrema derecha. En Francia y en todas partes. Las democracias le dan de comer y luego se asustan de que la bien alimentada extrema derecha se coma crudas esas democracias. Veremos qué pasa finalmente en la segunda vuelta de las elecciones. A ver.

Escribo esta columna en un pequeño hotel de Périgueux, una hermosa ciudad de la Dordoña a la que he venido para participar en Cinespañol. Festival de Culture Hispanique, que ya va por sus trece años de vida. Desde hace diez que sólo he fallado los dos de la pandemia, porque no se celebró. Me gustan su gente, ese magnífico equipo coordinado por el incansable José Santos Dusser, el entusiasmo y la curiosidad crítica de esos chicos y chicas que en las clases de Valèrie Lagrange, en el Lycée Bertran de Born, se preocupan por conocer todo lo referente a la memoria democrática en España. En las sesiones del Festival, donde no faltó la guitarra mágica de mi tantos años hermano José de la Línea, me gustó hablar de dos películas que me chiflan: ‘Yo, también’, de Lola Dueñas (no te olvides nunca de la risa, ¿vale?), y ‘La mano invisible’, que dirigió David Macián sobre la novela de Isaac Rosa, otro amigo de los que te hacen falta para que la vida no sea un atraco. Y regreso en un plisplás a este lado nuestro de la frontera.

Hace unas semanas supe que Andrés Aberasturi había publicado un nuevo libro. No sé cuánto tiempo se me vino encima de repente. Sí que sé que hace muchos años, ya para casi cuarenta, lo conocí cuando hacía un programa genial en RNE: El último gato. Era de madrugada y la palabra surgía lenta, llena de una melancolía con ritmo de tango arrastrado o de bolero. O de las canciones azules de Joni Mitchel. Algunas noches yo mismo escribía para ese programa, y no sé si también para otro que vino después. El tiempo lo confunde todo y va pintando las hojas de la agenda en tonos que se parecen al color anaranjado del crepúsculo. Fueron años de una amistad a lo grande. Poco a poco, como esos faroles de gas que iluminan las esquinas de las películas en blanco y negro, nos fuimos apagando sin dejar huellas. Y de repente leo en la revista literaria Zenda una entrevista donde hablaba de su nuevo libro: Vi luz… y entré. Entonces no había móviles y los teléfonos de antes andaban ahora caducados. Amigos comunes hicieron de guía telefónica. Y aquí estamos de nuevo. Como si el tiempo no hubiera pasado desde aquellas lejanas noches de radio que se quedaron medio dormidas en algún lugar de nuestra memoria.

Una vez -al no mucho de conocernos- escribió Andrés un libro de poemas. No sé si era Las soledades de Carancanfunfa. Ni siquiera sé después de tanto tiempo si eran poemas o relatos con trazas de poesía. Me pasó el original para que opinara, le escribí una especie de carta como respuesta y cuando apareció el libro me vi esa carta -o lo que fuera- plantada allí como prólogo. El libro está en la casa de València y València está cada día más lejos de donde vivo y de lo que vivo. Y mucho más lejos todavía de este precioso rincón de Nueva Aquitania, en uno de esos enclaves tan hermosos que conforman el Périgord, donde ando estos días. Por eso no puedo reproducir aquí nada de ese prólogo, ni los versos de entonces, ni la sensación que me produjo leerlos y escribir lo que escribí entonces sobre ellos. Ahora aquí me tienen con su nueva criatura literaria. Una «especie de diario», dice. La misma melancolía de hace casi cuarenta años. Aquel tono intimista de las primeras noches de radio, tocando ya la madrugada. Escribe la prosa como un largo poema que ancla sus raíces en esa edad que se proclama a sí misma, como dijo el inmenso autor de Hojas de hierba. Hay en el libro la tentación del silencio o de la huida. Pero él sigue en la brecha de la vida y de la radio, aunque medio a escondidas: «Me viene ya un poco grande el mundo, no lo entiendo», escribe. Y no sé si un rato antes o después, me encuentro con esa memoria que nos junta: «… si se pierden los recuerdos, ¿qué nos queda?». Poca cosa, Andrés. Y sin embargo, no hemos de caer en esa nostalgia traicionera que tanto gusta ahora mismo, en esa vuelta atrás que confunde el oficio de vivir -tantas veces precario y si no que se lo pregunten a Cesare Pavese- con la falsa luminosidad de los tiempos oscuros. Lo sabemos desde entonces, sabemos los dos y tanta otra gente que vivir es «ir por el mundo a tientas». Sólo los imbéciles se sienten dueños del tiempo y la palabra.

Ha pasado mucho tiempo desde que conocí a Andrés Aberasturi. Y, desde tan lejos, lo saco aquí este domingo porque el tiempo no lo borra todo. A veces lo esconde un rato. Pero nunca lo borra. Nunca.