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Opinión

Tampoco exageremos con el populismo

Era tarde para manifestarse o para reaccionar. Quedaba la opción de lamentarse poco y en casa, que en público ya no se podía

Santiago Abascal.

Érase un país avanzado que veía las guerras de lejos y que, como los demás, sufrió una crisis y luego otra y después una pandemia, aunque el Estado estuvo siempre ahí, exigido por los más liberales que pedían bajadas de impuestos mientras reclamaban altas cotas de protección social. Estuvo siempre ahí, es verdad, por mucho que no acabase con las desigualdades ni impidiera las tramas de corrupción. Pese a todo, el país tiraba porque de eso se trataba: de tirar y de seguir pese a todo. Había cierto grado de bienestar en la sociedad y las gentes procuraban su propia felicidad, apuntalada en una serie de prestaciones básicas que nadie discutía: educación y sanidad públicas, progreso económico y derechos sociales bien desarrollados. Era un mundo moderno, a ratos feliz incluso, que la mayoría asentaba en el reconocimiento de la igualdad, el respeto y la posibilidad de expresarse en libertad, de votar y de manifestarse, de acudir a tribunales justos y demás garantías que fueron solo anhelos para las generaciones precedentes.

Que las cosas fueran a mejor no supone que fueran siempre bien. No lo iban para muchos, que no podían progresar y para los que faltaban recursos. Había quienes acumulaban sensaciones de agravio o quienes proponían maneras distintas de hacer. En realidad, se mezclaron a la vez varias mechas -o las mezclaron, o las dejaron mezclar-: económicas, ideológicas, identitarias y sociales. Hizo falta, claro, el concurso de las noticias falsas y también que se desacreditase a las instituciones a las que llamaban ‘el sistema’, en una generalización común, porque se generalizaba mucho en general: entre buenos y malos, entre patriotas y traidores o entre buenistas y realistas. Los había también nostálgicos, resueltos a prender todos los fuegos. O reaccionarios. Y, según crecían las injusticias o las crisis fueron llegando a aquel país, partidos que traían soluciones sencillas. Soluciones mágicas, al precio de la intolerancia.

Aquellos líderes fueron ganando los votantes que otros perdían y así acabaron por hacerse un hueco: en los parlamentos y en algunos medios y por supuesto entre otros partidos, que los tomaron por socios. Poco a poco, su discurso se naturalizó y de pronto los diputados podían verse en un pleno discutiendo sobre una premisa racista, por mucho que fuera para rechazarla: qué más daba, si el propósito no era aprobar ninguna ley, sino armar ruido. Colocar una duda ante cada certeza. Sospechar de los consensos.

A partir de ahí, esos partidos fueron creciendo y resultó que los propósitos que parecían hechos para llamar la atención -restricciones sobre los políticos, sobre los jueces, sobre los periodistas, sobre los derechos, sobre la igualdad- no eran provocaciones y ya está. Eran provocaciones y algo más: políticas, con todas sus consecuencias. Sin embargo, era tarde para manifestarse o para reaccionar. Quedaba la opción de lamentarse poco y en casa, que en público ya no se podía. Lamentarse y recordar que, cuando se produjo el primero de los retrocesos y apenas se le dio importancia, se oyó de fondo cómo alguien lo desdeñaba: “Tampoco exageremos”.

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