La primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, desarrollada el pasado día 10 de este mes, dejó en el país, y en todo la Unión Europea, un panorama inquietante; “el dinosaurio” que un admirado columnista de este medio avisaba se encuentra a las puertas de casa, se ha adueñado ya del jardín de entrada y está intentando dominar la vivienda entera, mientras sus moradores permanecen impasibles, ciegos tal vez, insensibilizados o subestimando el peligro.

Los resultados determinaron que Emmanuel Macron y Marine Le Pen estén disputando la segunda y definitiva vuelta que culminará el domingo 24, colocando a Jean-Luc Mélanchon como árbitro principal de la disputa, en la que por un número escaso votos participará como figurante, no como actor principal; no ha tenido éxito en el pertinaz intento de superar a su gran contrincante del otro extremo del abanico político francés.

Detrás de estos triunfadores ha quedado un panorama desolador, un caos político. Si perder es algo consustancial a la competición, para diez de los doce contrincantes, la dimensión de la derrota de la derecha republicana (LR), la socialdemocracia (PS), los verdes (EELV), ha sido humillante, (menor para la “Reconquista” de Eric Zemmur); todos han resultado víctimas del “voto útil”, que se ha concentrado en aquellos partidos que más posibilidades tenían de triunfar en la primera vuelta. Pero no se podrá imputar el fracaso al perfil de sus candidatos, dicho sea a criterio de los analistas, más competentes, menos controvertidos que los triunfadores, ni tampoco a sus programas, más realistas, mejor elaborados, más transparentes, más creíbles, que los de sus rivales.

Macrón, cuya inteligencia y preparación parece que nadie discute, que en 2017 era calificado como “un niño prodigio de la política” -sus resultados fueron espectaculares en las grandes ciudades- despertó la ilusión de muchos electores; ahora su proyecto es considerado falto de inspiración, de impulso, insuficientemente ecológico y poco social. No ha sabido, o tal vez querido, despojarse de la imagen de hombre burgués, ha fracasado en su intento de nadar entre dos aguas, en un centro político ficticio, ha hundido a los partidos tradicionales, ha dividido a los franceses, ha irritado a los débiles, ha contribuído durante todo su quinquenio a arrastrar al electorado hacia posiciones más conservadoras y al crecimiento de los extremismos, que no ha logrado frenar a pesar de su promesa. El ejercicio del poder deja huellas y en algún momento exige cuentas a los responsables; cinco años más tarde la magia ha desaparecido.

Marine Le Pen ha conseguido que una tercera ocasión la extrema derecha se encuentre disputando el acceso a la máxima jerarquía; la primera fue su padre, las dos siguientes, consecutivas, para ella. Nada tranquilizante es que cada vez esto parezca más normal, máxime en un país que vivió intensamente los desastres del siglo XX. Si la primera vez, en 2002, dejó pasmado a todo el país, la segunda, en 2017 fue banalizada y parece ya algo ordinario en la tercera; no es un buen augurio. Le Pen inició en el 2011, desde el principio del liderazgo heredado de su progenitor, una apuesta por la “desdiabolización” del partido, de imagen moderada, que le ha dado buen resultado y que ha superado incluso la intromisión en su terreno de Zemmour, que con sus exabruptos ha contribuido a dar mayor credibilidad a la contrincante. La segunda vuelta, no obstante está descorriendo la cortina y mostrándonos la gravidez de su programa, los propósitos reales que encubre.

Mélanchon podría ser decisivo para el resultado del domingo. Líder indiscutible de los que su propio partido define como “insumisos”, ha sufrido una gran frustración por haber quedado, en su tercer intento, a las puertas, con el pie alzado para sobrepasar el portal de entrada a la segunda vuelta, no ha tenido el coraje, la generosidad, la visión serena, de animar a sus seguidores a elegir la opción indudablemente menos mala, dejándolos “decidir en conciencia”; aún reconociendo que ambos aspirantes no son iguales, argumenta que comparten el maltrato social a lo que ella añade la exclusión étnica y religiosa, que puede destruir a un pueblo. De sus 7,7 millones de votantes podría depender que se produzca o no la catástrofe, que el domingo la fiesta se celebre en la sede del RN o del LRM. Ninguna duda tuvieron, ya en el minuto cero, ni Hidalgo, ni Jadot, ni Roussel. Tiempo habrá para ejercer la oposición. El domingo 24 muchos electores se encontrarán ante la disyuntiva de elegir la peste o el cólera. Muy lejos de las ideas de extrema derecha, (el programa de Le Pen implica un flagrante ataque al Estado de Derecho), se resistirán a votar la otra opción, que indiscutiblemente se mueve entre los parámetros democráticos, porque, como muchos ciudadanos expresan, se han pasado cinco años enfrentados a las políticas desarrolladas por el presidente Macrón y ahora no digieren bien tener que salir en su defensa.

La situación en este momento es muy diferente a la de 2017, a la impopularidad, de fronteras para adentro, del presidente-candidato y a la hipocresía de la aspirante hay que añadir el peligro de la abstención que se espera sea mayor que en la primera vuelta, sin que se pueda afirmar a que parte perjudicaría más, y la paulatina pero imparable difuminación del “frente republicano”, la desbordada inflación y las consecuencias de la guerra de Ucrania, sin olvidar el movimiento de “los chalecos amarillos” o la todavía no superada plandemia sanitaria. Si bien los sondeos pronostican una victoria de Macrón, con un díez por ciento más de votos que su contrincante, lo que está en juego es de tal dimensión que el miedo es superlativo; los votantes tienen una responsabilidad histórica, ante su país y ante la Unión Europea, cuya pervivencia peligraría si en Francia triunfara la extrema derecha.

Esta segunda parte de campaña está siendo intensa y disputada. Macron había permanecido oculto en la primera fase y se ha visto obligado a un elevado esfuerzo para abonar el terreno dejado en barbecho. Entre el 27% de votos que obtuvo en la primera ronda y el 51% mínimo que necesita para triunfar en la segunda tiene tres opciones, no excluyentes: a) recibir el apoyo del denominado “frente republicano”, b) arañar votos entre los electores de Mélanchon, c) defender su propio programa frente al presentado por su contrincante.

Una diáfana explicación del concepto “frente republicano” nos la da Nonna Mayer: Confrontados a un candidato que defiende ideas contrarias a los valores republicanos, los partidos políticos, olvidando sus desacuerdos, superando la fractura izquierda-derecha, se alían para plantar una barrera de contención. Son, con otras palabras, gentes de campos opuestos que se unen para defender la República amenazada. La barrera se construye en este caso votando al candidato a proteger, desechando la opción de abstenerse, del voto nulo o en blanco.

El frente popular siempre ha contado con la participación de la izquierda, en este momento con el partido socialista, los verdes, los comunistas; más dubitativa ha sido la colaboración de la derecha y también de la izquierda radical. A título de ejemplo, en las últimas elecciones regionales, en 2015 en el norte y sudeste, el partido de Le Pen tenía muchas posibilidades de triunfar, el PS retiró a sus candidatos para que los votos se sumarán a los representantes de la derecha, lo cual dio el fruto perseguido. El frente congregó los sufragios unánimes de todos los demócratas a favor de Jacques Chirac en las presidenciales del 2002; en las elecciones cantonales de 2011, el entonces presidente Sarkozy lanzó su famoso “ni-ni” orientando a los suyos a no votar ni al PS ni la FN (Frente Nacional, precedente del actual RN); en las presidenciales de 2017 el frente republicano estuvo fraccionado, la derecha no llamó con claridad a dar sus papeletas al adversario de Marine Le Pen. En el momento que estamos viviendo, el frente está herido, los partidos que lo sostienen incuestionablemente son los que obtuvieron un pírrico resultado el día 10, Mélanchon y la derecha no se han sumado. Eso ha dado pie a que Macron haya expresado que esa alianza está muerta, que no puede confiar en ella.

En la otra orilla Le Pen tiene asegurado el apoyo de los tres partidos de la extrema derecha, un 32% del total, para los que le faltan pretende ganarse el favor de “todos los que no votaron a Macrón” en la primera vuelta, convertir el escrutinio en un referéndum contra él. Acusa a su contrincante de ser el presidente de los ricos, desconectado del pueblo y se coloca como defensora de la cesta de la compra, del poder adquisitivo, primera preocupación de los franceses, según las encuestas que se van publicando, por delante de otras como la guerra, la emigración, la pandemia, el cambio climático, el paro.

Programa contra programa. Ante la falta de fe en el frente republicano, Macron se inclina por defender su programa, y denigrar al que presenta su adversaria. Pero eso no es suficiente, sus proyectos no son compartidos por los simpatizantes de otros partidos; él se debía dirigir al completo de los ciudadanos, está defendiendo las instituciones de todos, no a su partido exclusivamente. Debe ganar su confianza, asegurar a los votantes ajenos que opten por él que no serán olvidados, que sus pretensiones serán tenidas en cuenta. No puede repetirse lo que ocurrió tras la elección de 2017 y antes en la de 2002, cuando ni él ni Chirac reconocieron que el apoyo recibido no era solo por méritos personales, por valoración de su programa, sino por la defensa de las instituciones de la República. Debe proponer consensos amplios sobre los temas más trascendentes y polémicos.

Macron ha revelado durante la campaña tres de sus propuestas, que suponen un giro respecto a lo que sostenía hasta ahora: retrasar la edad de la jubilación obligatoria, condicionar la percepción de la ayuda estatal más importante, la renta de solidaridad activa (RSA), a la dedicación de un tiempo aún no determinado a tareas sociales, y el incremento de la energía nuclear. Estas tres cuestiones son muy sensibles para gran número de franceses y sin duda con ello va a enajenar muchos votos que podrían ser suyos, entre los ecologistas y la izquierda en general. A su favor tiene una baza importante, su convencimiento europeísta, frente al escepticismo de su opositora. El voto del domingo, repite en sus mítines, será un referéndum sobre la democracia y sobre Europa. Asusta en Bruselas que Francia, país fundador y motor de la Unión Europea, pudiera caer en manos de la extrema derecha nacionalista y antieuropea. “El nacionalismo es la guerra”, sentenció Mitterrand y hace suyo ahora Macron.

El tema estrella de estas dos semanas de campaña entre la votación de la primera y segunda vuelta está siendo el análisis del programa encubierto de Marine Le Pen y sus implicaciones. Es el que más tinta necesita, el que ocupa mayormente el tiempo en las tertulias, debates y mítines. Sostiene la candidata que el país se encuentra en “una crisis democrática sin precedentes” por lo cual convocará de inmediato un referéndum, ilegal, para modificar la constitución y llevar a cabo sus proyectos de limitación de la inmigración, legitimación de la “prioridad nacional” (discriminación entre franceses y extranjeros) para el acceso al empleo, la atribución de viviendas, ayudas y derechos sociales, lo cual choca frontalmente contra la declaración de los derechos del hombre de 1789 y con los primeros artículos de la constitución.

El Consejo de Estado ha clarificado que el precepto en el cual se regula la reforma constitucional es el artículo 89 de la misma, que exige la participación de la Asamblea Nacional, del Senado y del propio Consejo de Estado; no es posible modificarla a través de un simple referéndum. Marine Le Pen defiende que se puede hacer con esa herramienta, implementando el artículo 11, soslayando las altas instituciones. El Consejo de Estado ha sentenciado que ese precepto es aplicable para modificar las leyes, no la Constitución. Alega la candidata que en 1962 fue recorrido este camino por el General De Gaulle para introducir la elección del presidente de la República por sufragio universal directo. Cierta es su evasiva, pero no fue un proceso pácifico -generó oposición de todos los grupos políticos, de la mayoría de los juristas y también lo desaprobó el Consejo de Estado, el presidente del Senado de aquel momento llegó a pedir la destitución del General- solo por quien era su promotor y el momento elegido, la violación de la norma máxima triunfó después de todo. De nuevo lo intentó el presidente militar en 1969 pero esta vez perdió el referéndum y produjo además la dimisión de su promotor, a la cual se había comprometido. Como hacen los líderes autoritarios, Le Pen pretende dinamitar la democracia liberal llamando al pueblo a votar en referéndums.

Estas serían algunas otras consecuencias del triunfo nacionalista, incluídas en su programa:

- Recurso al referéndum en detrimento de la democracia representativa. Mantiene que la soberanía del pueblo está por encima de todas las instituciones.

-Pese a la afirmación engañosa de no querer salir de la Unión Europea, su programa no es posible sin un “Frexit”. El camino a seguir iría más por la vía Orban que por la de Boris Johnson.

- Abolición del “derecho del suelo”, que atribuye la nacionalidad francesa a todo el que nace en su territorio.

- Rebajar la contribución a Europa en 5.000 millones de euros anuales. Diluir el eje franco-alemán.

En los últimos días se están repitiendo con insistencia, con angustia, las llamadas desesperadas a votar el domingo abiertamente, sin reservas, al presidente saliente, fustigando al LR y a LFI su falta de coraje. Un reflejo son estas palabras con las que cerramos la crónica: “El programa de Marine Le Pen es el apoyo a los ricos, al que se añade una explosión del odio y un poder autoritario. Si ella es elegida asistiremos a la expulsión de centenares de miles de extranjeros, un “apartheid” entre los nacionales y los inmigrantes, una sociedad sometida a vigilancia, la educación nacional controlada, la vuelta a un orden familiar antiguo”

¿Como se ha llegado hasta aquí?