Un sentido de liberación. Quizá eso es lo que hay detrás de ese deseo, de ese pensamiento de Resurrección que estos días de Pascua nos invade. Surge en nosotros entre un viejo anhelo y una costumbre ritual, pero pocas veces nos paramos a pensar su sentido. No sabemos si esos ritos son causa de ese sordo deseo, o si, por el contrario, el deseo secreto, mantenido a distancia por el pudor, estalló de repente y se hizo público en esos ritos. Sí, sabemos que se trata de la primavera, de los campos verdes, del estallido de la vida. Sabemos que dejamos atrás el sufrimiento del invierno, que atraviesa la tierra yerma, inhóspita. Muchos mitos nos hablan de todo eso. Pero presentimos que en el mito cristiano nos alcanza otra verdad.

¿Qué se juega en este viejo topos de un cuerpo glorioso, casi transparente, atravesado por la luz, que emerge del sepulcro tras un sufrimiento inhumano, callado y reservado, instalado en el pudor más extremo? Por supuesto, la resurrección era parte de viejos relatos, un suceso anterior a esta figura que vemos por doquier. Sin embargo, en ella todo se ha concentrado en la dualidad de sufrimiento y resurrección. En todos los demás mitos, ese proceso era aparente, porque se trata de un dios y de sus metamorfosis. En esta figura, para todos los testigos se trata de un hombre. Nada de docetismo. Nada de apariencia. Es dolor real, hasta la desesperación. Es el nuestro. El que resucita tiene todavía las huellas de la sangre seca. No ha perdido las heridas. Se quiere dejar claro que resucita un hombre.

Schopenhauer recordaba que ante todo ser vivo sufriente teníamos que decirnos con piedad «Así tú». Pero aquí se nos dice algo diferente. Se trata de que quien contemple ese cuerpo solitario, singular, alzado, pueda decir «Así tú». Ese es el instante en que se rompen las piedras del sepulcro y el cuerpo recién renacido se expone desnudo al aire ábrego de abril. Así tú en el sufrimiento, así tú en la renovación. No se quieren separar los dos elementos del tránsito, el sufrimiento desesperado y el brillo de un cuerpo intacto, intocable. ¿Cómo explicar esta contradicción? No hay una explicación histórica. Por supuesto, el mundo era un lugar inhóspito al final de las guerras civiles romanas que llevaron a Augusto al principado. Seguía siéndolo cuando las inmensas cacerías de esclavos de sus herederos llenaban de guerras el mundo que bañaba el Mediterráneo. Sigue siéndolo hoy. Por eso aquí hay algo diferente al reflejo de un momento histórico.

La humanidad padece de un dolor irredento, desde luego. No hay forma de dirigir la mirada sin ver sufrimiento por doquier. Y aunque el mundo respirara sereno, como en esta tarde, aquí, a la sombra de los castaños en flor del Retiro de Madrid, escucharíamos el rumor de los rostros, el ruido de los pasos que se pierden buscando algo que no tienen, o veríamos esas figuras indecisas que ni siquiera saben lo que buscan. Que todo ese dolor anónimo, caminando por las venas con un ruido ensordecedor que solo escucha quien lo padece, se haya concentrado en un ser sufriente, pero ahora glorioso como puro dolor vencido, es un mito curioso y extraño acerca de lo divino en el ser humano. Que sea el mito al que todavía se aferra la humanidad en gran medida, constituye un elemento digno de estudio.

Como tal, ese anhelo de vernos de nuevo elevarnos íntegros, como si la pereza de la vida no nos hubiera rozado, delata la necesidad de superar el cansancio casi insoportable consigo mismo que arrastra el ser humano. Sin duda, él tiene el privilegio de deberse a sí mismo lo que ha llegado a ser y es bastante explicable que esté cansado de ese esfuerzo. Eso es lo que se expresa en la voluntad de resurrección. La aspiración de un nuevo comienzo, para nosotros y para el mundo. ¿Tenemos que presentar alguna prueba especial para entenderlo? No. Basta recordar lo aburrido del mal, lo increíblemente banal de nuestra crueldad, lo trivial de lo demoníaco, lo aburrido de la incansable conspiración, lo inseguro del poder, el amargo sabor de boca de la violencia y de la mentira, la impotencia de los gritos. ¿Cómo no estar cansados de la carnicería que es nuestra larga historia? Ese eterno retorno de lo mismo nos muestra que todavía no se ha calmado la voluntad de poder. Nos muestra más: que no se calmará y que el giro de la rueda tarde o temprano nos llegará. Andamos en ese círculo porque, en realidad, no sabemos hacia dónde dirigirnos.

Esa es la situación que padece todo aquel que salió de casa algún día. Y eso hizo hace mucho tiempo el ser humano. La rueda del sufrimiento no nos dejará, eso es lo único cierto. Pero, ante ese Viernes Santo eterno del mundo, de un polo al otro, de oriente a occidente, clavado en el dolor, -no en vano en nuestro Isidoro el esquema del mapamundi es precisamente la cruz- Hegel habló de la necesidad de un domingo de resurrección, porque ahí se desvía por un instante la mirada sobre la llaga eterna y soñamos con librarnos del mal acumulado. Ese sueño imposible es el sueño de salud que todo enfermo sueña algún día. Es el sueño de salud del mundo herido que deja a su paso la locura del hombre. Es un sueño cósmico y por eso inmortal.