En el año que se destina a homenajear el centenario de Luis García Berlanga, deberían ocupar un espacio particular sus películas sobre las venturas y desventuras de los Leguineche. La trilogía, que se inició con La escopeta nacional (1978) y que tuvo continuidad en Patrimonio Nacional (1981) y Nacional III (1982), hemos sabido recientemente que pudo haber logrado una cuarta edición con el guion de ¡Viva Rusia!, ahora publicado, en forma de libro, para recoger el trabajo del propio Berlanga, su hijo Jorge, Rafael Azcona y Manuel Hidalgo. Una obra sembrada en la que se perseguía enlazar a los Leguineche con el último heredero de la dinastía zarista y, a partir de tal logro, disponer de un nuevo Potosí de ventajismos, oportunismos, estafas de difícil demostración y otros ejemplares del muestrario neopicaresco: un universo cultivado en España con abundante fruición, a falta de una cultura más rigurosa en lo ético y menos complaciente con listillos, pícaros y embelecadores.

De esa fauna, generalmente urbana y sostenida en ocasiones por rancios apellidos con provechosos contactos, se ha tenido noticia reciente tras la apropiación de varios millones de euros por un par de comisionistas, entre los que se encontraba el afiliado a una familia de hondas raíces aristocráticas. Un suceso que ha conmovido por la obscena cifra de lo percibido a cuenta de material sanitario de primerísima necesidad en los peores momentos de la covid; un material que, para mayor escarnio, no reunía las condiciones prometidas, transformando en estafa sin matices la correspondiente operación comercial del Ayuntamiento de Madrid.

Tampoco contribuye a realzar la virtud y el ejemplo otro acontecimiento ahora divulgado: la boda de la hija de un rico magnate peruano con un aristócrata español, celebrada en el país andino con un cortejo de figurantes que, vestidos de indígenas, reproducían los humillantes trabajos que realizaban sus antepasados cuando los criollos eran titulares de crueles encomiendas sobre los nativos.

Ambos ejemplos resultan útiles. Del primero se desprende la naturalidad con la que algunos, acostumbrados a burlarse de la moderación y honradez ajenas, se lanzan a utilizar alguna de sus amistades para alimentar sus ansias depredadoras. Aprovechando lo que constituye una situación social límite, se lanzan como vultúridos carroñeros a llenar su saca para, a continuación, dilapidarla en bienes de lujo u orientarla hacia destinos de señalada opacidad y nula utilidad pública. El interés particular doblega el general, sin que la, supuestamente, exquisita educación de semejantes personajes actúe de muro de contención.

El segundo ejemplo nos conduce a una charca algo distinta. En este caso, el poder del dinero permite actualizar escenarios de pasadas opresiones y traerlos al presente para reforzar la imagen de subordinación y diferencia de estatus que el poderoso guarda en el relicario de sus más firmes convicciones. No sólo chulea con la exhibición de las diferencias económicas existentes, sino que necesita demostrar que, con su riqueza, puede recrear humillaciones históricas.

Al lado de los anteriores, la saga de los Leguineche despierta más lástima que otra cosa. Si en la mente de García Berlanga esta familia nos ofrecía una mirada de la transformación política y económica española y las artimañas de una familia rentista para sobrevivir en un mundo que ya no les pertenecía, resulta difícil de imaginar cuál habría sido su reacción y el producto de su imaginación ante casos como los antes indicados. Más aún si la hubiera combinado de algún modo con las exhibiciones de riqueza que el joven pijerío internacional muestra en las redes sociales para batir el lujo de sus pares; una serie de escandalosas excentricidades de la que no resultan ser monopolistas cuando conocemos que, en nuestras proximidades, habita una fortuna de 29 millones de euros invertida, especialmente, en una colección de animales de caza mayor disecados con gran esmero. ¿Cuántos puestos de trabajo se podrían haber creado con esa fortuna? Disculpen: me ha arrebatado lo que algunos considerarán una vena demagógica.

Una vena que, visto lo visto, pueda que merezca ser castigada por impertinente y pijotera. Durante la vigencia del Estado de las Autonomías, la Comunidad que ha continuado siendo la más favorecida es la que, en origen, concitaba todos los rasgos centralistas: Madrid. Dadas las cartas trampeadas con que intensifica su riqueza, quizás ya haya llegado el momento de reconocer, a algunas de sus élites, la habilidad de marcar tendencia: la tendencia que abjura de los impuestos, demoniza lo público y tacha de rojos a los que hablan de desigualdades, de provocadores a quienes alertan del cambio climático y de traidores a los que denuncian el centralismo. La misma tendencia que absuelve a los sisadores de rentas públicas siempre que contribuyan al mercado del nepotismo.

Y, mientras, muchos periféricos (también los de Madrid) piensan en trabajo digno (y honrado), emprendimiento, innovación, competitividad y demás fruslerías para conseguir apenas unas hebras de lo que otros resuelven con un telefonazo, accediendo a la saga de los nuevos Leguineche.