Hubo una época en que las películas con título de espías estaban de moda. Había espías para todos los gustos; espías de comedia, espías en acción, espías desaparecidos, dónde están los espías, espías luctuosos, el espía que llegó del frío, aquí la narrativa original de John le Carré se encargaba de desmitificar el arte del espionaje que las series de agentes secretos habían adornado con paisajes exóticos y chicas en bikini. Espías por mandato, en Beirut o en la Cochabamba; espías sin uniforme, sin fronteras, sin identidad o de chicha y nabo. La señora ministra de defensa Margarita Robles estos días es la protagonista estelar de una lastimosa y también sorprendente película de espías o mejor dicho, una serie por los sucesivos capítulos que nos están ofreciendo en versión premium. Una serie donde cualquier parecido con la realidad, en este caso, no es pura coincidencia. La señora Robles en unos pocos días ha pasado de guardián y paladín del espionaje made in Spain a víctima y ministra accidentada de esa misma vigilancia que anteriormente avalaba. En el grupo de damnificados cuando escribo estas líneas se encuentra también el presidente del Gobierno a la espera de nuevas revelaciones y «accidentados». No sé si algún guionista cinematográfico o televisivo está recogiendo información para una futura ficción de espionaje autóctono. Como posibles títulos sugiero «Espías a go-go», «¡ Atrápame ese móvil!», «Un espía en la Moncloa» o «Pegasus, mon amour». En esta última, la trama de espionaje estaría intercalada con una aventura sentimental entre una ministra del PSOE y un diputado de Esquerra Republicana, a los que el espionaje ha unido.

A nuestra ministra de defensa, por tipología, me la imagino más en una comedia celtibérica que en una ficción de espías y agentes secretos. Hasta en un remake de aquella Operación Mata-Hari que protagonizaba Gracita Morales. Estos días pasados su excelencia ha dejado algunas afirmaciones a propósito del Affaire Pegasus que merecerían pasar al Deuteronomio de las sentencias políticas. A las acusaciones de espionaje de los parlamentarios catalanes, Robles ha respondido como el que no quiere la cosa que «el CNI no puede defenderse». Vamos a ver señora ministra, los que lo tienen un poco peor en esto de defenderse son todos los que han sido espiados, interceptados, pinchados sus móviles, «tuneados» sus coches, y que ahora, tienen toda su intimidad á poil , al desnudo como aquella Eva cinematográfica interpretada por una portentosa Bette Davis. Dicen que el espionaje contaba con la aprobación judicial, ya me imagino a nuestros jueces dictando escuchas a granel en todos estos últimos tiempos. ¡Marchando una de escuchas con all i oli!

No sé por que los ministros de defensa del PSOE cuando les toca ejercer por tierra, mar y aire, actúan como si mandaran los Tercios de Flandes o iniciando la Reconquista a las órdenes Don Pelayo . Un ardor patriótico a prueba de Almax y de Marine Le Pen. Igual es cosa de complejos freudianos de la izquierda española. Quizás no estaría mal que pasaran por unas cuantas sesiones por el diván de un profesional de psicoanálisis a ver si esto tiene remedio o es una cosa consustancial e irremediable que viene con el pack ministerial . ¿Hace falta ser más papista que el Papa para ejercer de ministro o ministra de defensa? Por lo visto sí. Habemus papam para rato. Bueno, mientras esperamos el desenlace de la Operación Mata-Hari, leo que estos días se cumplen cincuenta años del estreno televisivo del programa Un, dos, tres que creó Narciso Ibáñez Serrador y ponía delante de la pantalla, todavía en blanco y negro, a todo un país. Entre los aciertos del concurso y show televisivo estaban los «malos» encabezados por Don Cicuta que parecía un personaje extraído de Oliver Twist. Su figura decimonónica contrastaba con la modernidad de las azafatas del programa, epígonos de aquellas chicas-yeye que asomaron sus piernas en minifalda en la década de los sesenta. Estaba también su presentador y primer conductor, el peruano Kiko Ledgar con su irrefrenable locuacidad que imprimía ritmo al programa como si se hubiera atiborrado de una saca de anfetaminas. El recuerdo de Un, dos, tres nos remite a aquella televisión de la felicidad que combinaba entretenimiento y fantasía, con un grado de sofisticación y también de ingenuidad totalmente ausente en la programación de hoy en día bajo el signo de los reality y celebridades de pacotilla en taparrabos.