Vivimos un momento crucial que va a determinar el rumbo de la educación no universitaria durante los próximos años, pues se está produciendo una batalla ideológica e intelectual en torno a los contenidos que se han de enseñar. Los intelectualistas tradicionales abogan básicamente por unos contenidos teóricos y abstractos y los «competenciales» por unos contenidos de tipo práctico. Nada nuevo sobre el mapa, pues esta disputa hace tiempo que se libra en el ámbito educativo, pero el problema es que se ha politizado y se utilizan los contenidos educativos como arma arrojadiza entre los partidos.

La LOMLOE, nueva ley sobre educación que entrará plenamente en vigor a partir del curso que viene, apuesta sin duda por unos contenidos más competenciales, lo cual suscita muchas reticencias entre parte del profesorado de Educación Secundaria. Tal como estamos viendo, el profesorado de asignaturas tradicionales aboga mayoritariamente por su mantenimiento, y por retener las mayores horas posibles en el horario escolar. El problema es que los contenidos de las asignaturas crecen exponencialmente y que cada vez hay más conocimientos como los informáticos, los del ámbito de la salud, la sexualidad, la educación vial, la nutrición, la sostenibilidad, etc. que reclaman una asignatura, un horario y un cuerpo especializado de profesores para impartirlo, lo cual es imposible de cuadrar. Por ello no queda más remedio que avanzar hacia asignaturas interdisciplinares que abarquen contenidos transversales comunes. En Educación Primaria hace tiempo que se viene haciendo así, pues recordemos que una asignatura como Conocimiento del Medio, incluye las antiguas Ciencias Sociales y Ciencias Naturales, pero en Educación Secundaria, con un profesorado mucho más especializado, la propuesta levanta «chispas». Es evidente que la integración de las asignaturas en ámbitos más amplios de conocimiento no se puede llevar a cabo si no se apuesta por un enfoque competencial. De lo contrario sería una suma de los contenidos conceptuales de varias asignaturas que no cabrían en el horario, pues siempre resulta difícil y doloroso para el profesorado eliminar o priorizar contenidos de su especialidad. Además, este modelo competencial es más eficaz para abordar el problema del fracaso escolar, pues al poner el acento en las realizaciones prácticas, es más fácil aprobar, pasar de curso y obtener un título. Pero, desde mi punto de vista, implica un peligro evidente de rebaja de los niveles de aprendizaje teórico y conceptual, especialmente del alumnado más capacitado. Aunque todo dependerá de la habilidad y capacidad del profesorado para atender adecuadamente en el aula a la diversidad de capacidades, expectativas y motivaciones de su alumnado.

Entiendo que estos planteamientos educativos son razonables y deseables, y más teniendo en cuenta de dónde venimos, pues nuestro país siempre ha priorizado contenidos intelectuales sobre los manuales. Solo hay que recordar el desprestigio que secularmente ha tenido la Formación Profesional, a la que solo acudían los alumnos que no «servían» para estudiar Bachillerato. Pero esto viene ya de siglos pasados, especialmente del s. XVII en el que España era un país de hidalgos que preferían el prestigio ficticio y, si era necesario, una vida austera, antes que trabajar, cosa que no estaba bien vista al ser propio de las clases bajas. Así nos fue respecto a los países «protestantes» con una mentalidad muy diferente en la que el trabajo dignificaba a la persona y le permitía realizarse. Pero no hay que remontarse tanto en la historia, pues desde finales del s. XIX y principios del s. XX cuando se configuró el modelo de Sistema Educativo, la batalla entre un bachillerato propedéutico que básicamente servía como preparación para ir a la universidad o uno con finalidad propia, fue ganada por los primeros. Y se apostó por una enseñanza secundaria humanística, con latín y griego incluidos, en detrimento de otras disciplinas más científicas y prácticas. Si además tenemos en cuenta que los estudios profesionales no existieron de modo regulado hasta el año 1955, cuando el ministro Ruiz Jiménez creó las Escuelas Profesionales y de Maestría, pues así nos fue; nos quedamos fuera de la revolución industrial europea, salvo zonas concretas de Cataluña y el País Vasco. Pero, eso sí, los privilegiados de turno que podían estudiar el bachillerato tenían en título de Don a partir de cuarto. Algo muy importante en la sociedad clasista del franquismo.

Creo que es importante saber de dónde venimos y el origen de las resistencias que se producen para cualquier cambio de modelo, pero dicho esto, entiendo que debe haber un equilibrio entre el aprendizaje de los contenidos teóricos o conceptuales y los competenciales, pues no siempre es suficiente con saber hacer cosas y resolver problemas; hay que tener una formación intelectual sólida que nos enriquezca como personas y dé fundamento a nuestras acciones.