En el fútbol hay fracasos en falso bajo los que se esconden victorias invisibles. Son triunfos no documentados, pero de tal fortaleza que no solo son verdad, sino que no pierden vigencia y se repiten con la puntualidad de la peor pesadilla. «El Valencia está dirigido por personas de números y el fútbol necesita pasión» fue la sentencia de Cesare Prandelli en una mañana de Nochevieja, en el salón de un hotel, nada más haber dimitido tras sufrir en sus carnes la anómala lógica con la que Peter Lim descifra el fútbol. Prandelli se había formado como técnico en las categorías inferiores de la Atalanta bajo la sabiduría de Mino Favini, cuyo método en la formación de promesas en la cantera por excelencia del Calcio era un proceso paciente y lleno de humanidad. El fútbol que nacía del «oratorio», del patio de las escuelas religiosas, el de toda la vida, chocaba con la frialdad especulativa del magnate singapurés. La inmolación de Prandelli fue seguida de los «cangrejos» de Marcelino, de la tristeza gestual en los primeros planos desde el banquillo de Javi Gracia y la frustración de José Bordalás, un entrenador hecho a sí mismo desde la segunda regional y que, por mucho que su figura resulte antipática en el stablishment, conoció en los campos de tierra a todos los personajes y todos los códigos de este sector. La historia siempre se repite y a medida que el Valencia se desarraiga, el triunfo no escrito de Prandelli retrata cada vez más la gestión fallida de Lim y la realidad de un club exhausto.

El síntoma definitivo

Hay fracasos en falso bajo los que se esconden victorias invisibles, pero también decadencias a las que no prestamos atención porque nos creemos protegidos por relatos inmutables. En este momento crucial, la memoria del Valencia que conocimos solo es un oasis que nos permite desconectar de un presente tenebroso. La carga emocional del año del Centenario o la movilización social resucitada en la final de Copa, son impactos punzantes con los que oficiamos el exorcismo de recuperar una entidad a la que han vaciado, objeto del peor ultraje que se recuerda a un grande del fútbol europeo. Como tantos, soy de una generación a la que la simple invocación de Mestalla transmitía la seguridad de que el futuro siempre acabaría siendo próspero, y que existen clubes empujados desde la sola inercia telúrica de su tradición. Quizás crecimos familiarizados con la realidad, reinante durante tantas décadas, de que el simple peso demográfico de los clubes llegaba a absorber cualquier gestión deficitaria. Aquellas reglas del juego murieron y basta con comprobar hasta donde han caído estadios que memorizamos en cromos y carruseles de radio, las fortalezas de equipos representativos de grandes ciudades y capitales de provincia. Riazor, Castalia, La Rosaleda, La Romareda, El Sardinero… La profesionalización de cada rincón y estamento de los clubes es la que manda. Aunque la masa social siga siendo numerosa, solo es una garantía adormecida de regeneración si la gestión no va por la dirección acertada.

Es posible que de ese manantial se haya ido guareciendo de cada fea herida un Valencia agitado con luchas de poder salvajes e intervenciones políticas apenas veladas y extraordinariamente torpes desde los años 90, hasta acabar rendido y con los primeros síntomas de colapso en manos de Lim, que ha representado el cable mal cortado que acelera la cuenta atrás de la detonación final. Aún así, hemos seguido viviendo bajo la superstición protectora del siglo de Mestalla. Y hasta le hemos dado una mano de pintura a la seducción antagónica del lema «bronco y copero». Y llega el que día te despiertas, con las mismas hazañas enciclopédicas, pero a la cola en ingresos y con solo 5 triunfos de 18 como local. El síntoma definitivo. Como señal simbólica del peligro al que estamos expuestos con este mismo gestor no está nada mal. La pregunta no es si el Valencia está en peligro de desaparición, sino más bien cómo ha logrado llegar con vida hasta aquí.