El ser humano es dinamismo (dynamon, en griego, significa fuerza; vis, en latín): nunca estamos quietos, nunca somos lo mismo, aunque seamos el mismo, siempre deseamos. La vida, lógicamente, nos lleva a asumir compromisos que son responsabilidades, porque no nos podemos quedar en la inocencia de un niño de corta edad. Y seguramente hemos mejorado, porque no vivimos anclados en un instanteísmo paralizante que es esclavitud de nosotros mismos. El pindogueo de muchos jóvenes –y no tan jóvenes- que no quieren ser adultos, porque les da miedo  contraer responsabilidades y desean ser siempre independientes, sin ataduras, no es ser más libres, sino todo lo contrario: quedan paralizados.

 Hay en nosotros una inclinación potente que nos encamina a lo mejor, a ser buenos. Y querer ser buenos, mejores, es el inicio de nuestra libertad. Quien desconoce el solfeo y el teclado de un piano, no es libre para interpretar a Mozart: es un ‘ignorante’; y su libertad está limitada por su desconocimiento musical. Esta inclinación a ser bueno, funda en el interior del corazón la ética y da lugar al respeto a los demás, que viene de ‘respectus’, mirada atenta, consideración: el verdadero respeto no es un frío y educado aguante ante los defectos de los demás, con el que quedamos protegidos detrás de un muro, sino cercanía, comprensión, que nos permite mirar el rostro del otro. El respeto es, por tanto, cierta ternura, mirada que comprende y mano tendida que ayuda.

 Dice Quevedo, en los Sueños, que nuestro deseo –que es dinamismo- es siempre peregrino en las cosas de esta vida, y así, con vana solicitud anda de unas en otras sin saber hallar descanso: hoy comemos, pero mañana también. “Y que el joven le dice al viejo: tú vas, yo vengo;  déjame gozar y ver mundo. Pero el viejo, que es el desengaño, riéndose, le contesta: ni te estorbo ni te envidio, antes te tengo lástima. ¿Tú por ventura sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo?” Es posible que no lo apreciemos, pero es evidente que los días están eslabonados unos con otros, y nos tiran hacia el final de la vida. Y Quevedo concluye: “por necio tengo al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir y por malo al que vive tan sin miedo de ella como si no la hubiese, que este lo viene a temer cuando lo padece, y embarazado con el temor, ni halla remedio a la vida ni consuelo a su fin. Cuerdo es solo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir.” El joven que escucha este discurso reconsidera su alocada existencia; y concluye que, en efecto, son palabras veraces las que nos hacen reaccionar e impiden el embelesamiento de lo perecedero, de lo caduco.