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Ester Oliveras

La universidad con compromiso social

La semana pasada se anunció la intención de consolidar la reducción del 30% en las tasas universitarias y, de hecho, de ir más allá, incluyendo los másteres y con un horizonte de ir equiparando los precios de grados y másteres en la franja más baja. Puede ser una buena noticia en tanto que puede favorecer el acceso a la universidad, tanto de jóvenes adultos como de personas que necesitan reciclar sus conocimientos, especialmente en un contexto de inflación disparada y en que el gasto corriente necesita de una parte proporcional del salario más alta. Pero vamos a abrir la mirada.

Un informe de la Red Vives del año 2019 indica que solo un 10,6% de los estudiantes que cursan grados son de clase social baja, mientras que los de clase social alta representan el 55%. ¿Una disminución en el precio de las tasas facilitará su acceso? Habrá que verlo, pero aventuro que tendrá un impacto pequeño, porque la barrera principal no está en la matrícula universitaria sino en lo que ocurre en etapas preuniversitarias; una vez dentro, la dificultad principal para algunos estudiantes recae en no poder trabajar, o en solo poder hacerlo unas pocas horas. Un buen programa de becas-salario con matrículas reducidas para rentas bajas sería más efectivo en términos de inclusividad que una rebaja generalizada. Se puede producir la paradoja de que familias de clase alta hayan pagado más durante las etapas de educación obligatoria que posicionan para entrar en el sistema universitario público de lo que ahora pagarán una vez dentro de este sistema.

Más allá de temas relacionados puramente con la equidad en el acceso a la universidad, hace unos años se empezó a utilizar la expresión «responsabilidad social universitaria» o «compromiso social» para referirse al impacto social que ha de tener esta institución. Una expresión que tiene un punto redundante porque, si una universidad hace bien su trabajo en docencia, investigación y transferencia, eso ya debería suponer un gran beneficio para la sociedad. De hecho, este retorno a la sociedad se cuantificó en un informe publicado por la ACUP en 2020: por cada euro de inversión pública en el sistema universitario catalán, el retorno a la sociedad es de 4,49 euros. A pesar de este potente dato, no deja de ser cierto que la universidad está insertada en una sociedad que tiene sus sesgos, preferencias y barreras. Si no se presta atención, la universidad puede convertirse en un instrumento de validación y perpetuación de estos sesgos.

Hablamos, por ejemplo, de inclusión en las aulas de personas intelectualmente capaces pero con dificultades económicas, de situaciones personales o familiares complejas, de orígenes diversos, de discapacidades físicas y psicológicas. Hablamos de la escasez de mujeres rectoras. Hablamos de que la docencia, la investigación y la innovación sean socialmente relevantes y éticas. Hablamos de transmitir valores y competencias que estén alineados con los retos globales que tendrán las generaciones futuras.

El compromiso social, pues, puede articularse desde una actitud conservadora, con políticas que complementen las actividades principales de una universidad, o como una visión transformadora que incorpore también las actividades de docencia, investigación y transferencia. Sin embargo, siendo sinceros, pocas universidades tienen ahora mismo la capacidad de articular un cambio transversal. Y, en su versión más conservadora, lo habitual es que los programas de compromiso social estén económicamente poco dotados. Puntualmente se les pone en el centro con luces intensas y todo el mundo dice que son muy importantes, pero cuando se apagan las luces vuelven a ser secundarios y basados en el voluntarismo de las personas más implicadas. Lo vivimos con la crisis financiera de 2008, cuando estudiantes ante situaciones de paro familiar tuvieron que abandonar sus estudios. Lo estamos viviendo con la crisis de refugiados ucranianos. Y lo vamos a seguir viviendo en futuras crisis.

Ciertamente, no es fácil para las universidades despuntar a nivel internacional en términos de calidad educativa e investigación y, al mismo tiempo, tener políticas de compromiso social potentes. Las políticas sociales inclusivas son costosas, tanto en inversión de tiempo como en recursos económicos, pues la riqueza de la pluralidad es compleja de gestionar. Además, los beneficios de una universidad socialmente responsable son a muy largo plazo, y la mirada larga es hoy poco habitual.

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