Después de tres crisis encadenadas, la financiera, la pandémica y la bélica, parece que nuestros sistemas democráticos no son capaces de pasar las pruebas de resistencia y donde esperábamos credibilidad, valor y confianza, encontramos descrédito, desconfianza y desmoralización. La democracia, el reconocimiento de la igualdad de todos los ciudadanos para participar en las leyes y normas que les afectan, ya no suscita la ilusión de antaño. De ahí que aparezcan con fuerza alternativas que dudan tanto de la eficiencia como de la legitimidad de la democracia y que se presenten con nombres como expertocracias, democracias iliberales, autocracias, autoritarismos democráticos, etc. En todas ellas, el populismo, la sustitución de los argumentos por emociones a la hora de decidir a quién votar o qué políticas públicas aplicar, ha triunfado y ya es el eje central de toda política. Si a este escenario añadimos las nuevas tecnologías, la revolución digital que nos envuelve, nos encontramos con el tecnopopulismo que caracteriza, en mayor o menor medida, todos nuestros sistemas democráticos.

Por este camino de la sustitución de los afectados por los expertos en la búsqueda de la profesionalidad y la eficiencia en la toma de decisiones, dada su supuesta neutralidad y competencia, no es nada extraño que en plena revolución digital, con la hiperconectividad digital, los macrodatos y la Inteligencia Artificial, lleguemos a la idea del político algorítmico, alguien que toma decisiones basadas en miles de millones de datos y que nunca dice mentiras ni tergiversa la información de forma intencionada. En suma, los algoritmos como auténticos sujetos de la toma de decisiones, como ya está ocurriendo, por ejemplo, en algunos ámbitos de la política, la administración de justicia, o la dirección de empresas. Esta es la propuesta del nuevo revisionismo democrático, basado en la supuesta objetividad, representatividad y neutralidad de los modelos matemáticos, capaces de sustituir las debilidades emocionales de los seres humanos, principal causa de las malas decisiones políticas y económicas, y sustituirlas por datos cuantificables y análisis estadísticos sobre los aspectos positivos de las propuestas políticas y las peticiones ciudadanas y sus posibles consecuencias. Desde esta colonización digital de la democracia es posible que una gran parte de la ciudadanía prefiera la decisión de un algoritmo que la de un político, juez o empresario.

Si solo hace falta competencia técnica para gobernar, si los ciudadanos solo quieren que se solucionen sus problemas sin importarles quién ni cómo, y si, además, tenemos los medios tecnológicos para hacerlo, el escenario está listo para la entrada de las llamadas democracias algorítmicas.

Este es el tema que ocupara la próxima sesión del Seminario de Etnor del lunes 23 de mayo, dentro del ciclo dedicado a la «Inteligencia artificial: ¿oportunidad o amenaza para la democracia?» El objetivo no es presentar cómo funcionaría una democracia sin personas, sino mostrar las pretensiones, presupuestos y alcances de una democracia donde los algoritmos aparecen no solo para solucionar los problemas técnicos, sino también para definir qué es la verdad y la justicia, qué está bien o mal, qué podemos esperar o qué podemos lograr, etc. No se trata de complementar la toma de decisiones con los algoritmos y la Inteligencia artificial, sino de debatir cómo esta complementación, esta aparente ayuda, acaba consumiendo el sentido mismo de la democracia, impidiendo la participación y el debate y aumentando la desigualdad. De hecho, este es el punto de partida: ¿para qué queremos democracia si tenemos datos?

Es difícil, por no decir imposible, seguir llamando democracia a un sistema donde ni la libertad, ni la autonomía interesan, tampoco por supuesto la responsabilidad. Sobra decir que la democracia deja de tener sentido al romper el hilo, ya de por sí débil, que relacione a los que tienen poder y toman las decisiones, esto es, construyen los algoritmos, sean estados o empresas, y quienes han de sufrir las consecuencias.