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María Oruña

La mirada de Medusa

El mundo se desmorona. No hay manera de recomponerlo, de mantener una evolución de hábitos y pensamientos homogénea. Repetimos los viejos errores una y otra vez, y me resulta sorprendente que todavía pervivamos como especie. Putin mantiene su discurso bélico victimista (“no nos quedó más remedio que actuar así”), la séptima ola pandémica ya nos ha saludado con alegría (“pero si a mí me dijeron que ya se podían quitar las mascarillas”) y vaya por dios, los talibanes recuperan el burka para las mujeres. Pero solo para las que “no sean demasiado jóvenes ni demasiado mayores”: todas las que se encuentren dentro de esta ambigua horquilla de edad —es decir, casaderas o disponibles para la reproducción, se entiende— «deberán cubrirse el rostro cuando se enfrenten a un hombre que no sea de su familia». Macho alfa versus sexo débil. Tal vez se pasaron un poco con lo del enfrentamiento, como si la única posibilidad social de un afgano fuese la de sentirse violento si una mujer lo mira a los ojos y se decide a hablar. Al leer las normas de conducta recién impuestas, cualquiera podría imaginarse que las afganas son, sin excepción, mujeres arrebatadoras y poderosas. ¿Será que su mirada los convierte en piedra, cual Medusa, o será que los afganos tienen el nervio fino y se soliviantan nada más atisbar piel femenina?

Pobres afganos. Tienes que pasarlo fatal, todo el tiempo esquivando el vicio, el fornicio y los malos pensamientos. Pero viajemos al niño que hubo antes del hombre. Al que, como una esponja, absorbió normas religiosas —un Corán adulterado a voluntad— y políticas como si fuesen una regla incuestionable de vida. Niños inocentes, manipulados y llevados al gregarismo extremo. Y niñas que no se quejan porque creen que solo hacen lo que siempre les han dicho que tienen que hacer.

Las mujeres que sí han conocido otro modo de vivir y que se han manifestado en Kabul han sido arrestadas y detenidas: me resisto a imaginar las vejaciones y vulneraciones de derechos humanos a las que habrán sido sometidas.

Ahora, cuando vemos que la educación —parcial y direccionada— de las niñas se limita hasta los 12 años, que para acudir al trabajo con frecuencia deben hacerlo con un acompañante varón, y que si no tienen nada importante que hacer en el exterior les recomiendan que «es mejor que se queden en casa», nos llevamos las manos a la cabeza. El Departamento de Estado norteamericano está preocupado, la comunidad internacional está preocupada y, en general, creo que todos debiéramos estar aterrados. Por eso, aunque no guardo esperanza en la humanidad, sí tengo claro qué mundo no quiero dejar que se expanda. Ni burka, ni hijab, ni shayla ni chador: Que estas niñas no crean que esos mantos de distintos tamaños y formas suponen una tradición cultural inocente, cuando es un signo de dominación. Si resulta insuficiente el repudio de la ONU a todas estas medidas, que nosotros —desde las instituciones— también repudiemos, pero que lo hagamos de verdad. Nuestra inacción, como siempre ha sucedido, será una siembra imprudente de la que nacerán nuevas tempestades.

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