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Francisco Sosa Wagner

Hongos, insectos y pelmazos

El disfrute de la alimentación

Parece que los humanos no tenemos suficiente con las desgracias diarias: tremendas catástrofes internacionales y, en el patio interior, las más grotescas y sonrojantes combinaciones de sucedidos.

Insatisfechos, empero, buscamos nuevas tribulaciones. La de más amargo alcance es la referida al consumo de carne. Ya el pecado de la carne ha estado en el prontuario de las acciones a evitar si queríamos gozar la plenitud de la vida eterna. Pero se refería mayormente al deseo carnal, al ligado con la fornicación, con el goce físico, con la sensualidad desparramada, con la lujuria y otras exaltadas complacencias.

Sin embargo, el consumo de la carne para la humana alimentación, aunque hay textos sagrados que la prohíben, lo cierto es que los sacrificios de inocentes palomas o blancos corderos han sido prácticas habituales. Y no digamos las fiestas populares como la matanza del cerdo, ocasión de regocijos familiares de sólida tradición. De un cerdo salen chorizos orondos y morcillas descaradas que son repartidos con magnanimidad entre parientes y vecinos.

Comer un filete de ternera, un solomillo, unas codornices estofadas o rellenas de foie de ánade ha sido siempre signo de distinción y de tolerancia ilustrada. La perdiz tiene gran prestigio en los fogones y mantiene su honra aunque han llovido sobre ella atroces insultos, el peor de los cuales creo que es el carácter un punto rígido de su carne. El pollo, el palomino, hoy convertidos en bagatelas, conservan más dignidad que muchos purpurados. Cierto es que, quienes sabemos disfrutar de estos alicientes, cosechamos en general, en la vida social, la comprensión de nuestros semejantes y a veces incluso el aplauso desinteresado y convincente.

Todo esto es lo que corre peligro cuando vemos titulares en periódicos como el siguiente: “Más allá de la carne: Insectos y hongos para salvar el planeta”.

O sea, fementido redactor de titulares, que salvar el planeta no pasa por acabar con los gerifaltes sin sustancia, veletas al son del viento que les resulta más venturoso para mantener su sinecura, tampoco con el vesánico gobernante que invade países extranjeros o con aquellos insolentes que declaran independencias y perpetran golpes de Estado llevando la angustia y la desazón a poblaciones apacibles, respetuosas de las leyes y temerosas de Dios. Estos forajidos al parecer son un modelo de equilibrio natural, de respeto a la biodiversidad y dispensadores de tiernas caricias a los ecosistemas.

Lo grave es comerse una salchicha de pollo o un solomillo. Estas sí que son tropelías que acaban con los más sagrados mandamientos de la ecología, la ecografía, y la economía, a juicio de estos nuevos apóstoles a la violeta.

Por ello se impone sustituir el tournedó por una tortilla de avispas y la ternera con guisantes por un estofado de hongos.

El problema frente a estos embaucadores no es que hoy nos prohíban la carne y nos califiquen a sus complacientes consumidores de salvajes deseosos de aniquilar el planeta. Lo más grave es que, si no les presentamos fiera y descomunal batalla, la emprenderán a no tardar contra el besugo a la espalda, el lenguado menier y el rodaballo al horno. Disfrutarlos será también un atentado merecedor del aislamiento social o del tratamiento psiquiátrico.

Y, ya puestos ¿quién nos dice que la guerra no continuará contra el tomate, la lechuga, el pepino y la coliflor? ¿Y, tras ellos, contra el albaricoque, la sandía y el melocotón...?

A cambio de exquisiteces, fruto del libre albedrío de los humanos, de su sensibilidad aromática, de su artesanía diletante, nos hincharemos de polillas, de moscas, de cucarachas, piojos y de unos hongos como esos que nos salen en los pies cuando se nos olvida acariciarlos con un jabón propicio.

¡Que os den por las ladillas, pelmazos!

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