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Mercè Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

La presión sobre las mujeres de (casi) 50 y algunos momentos clave

Me gustaría decir que la llegada de la menstruación cambió mi vida, pero no. Un día apareció y ya está. Mi madre me dio cuatro nociones prácticas y mis amigas experimentadas otras más y se acabó. No fue especialmente trascendental. Tampoco lo fue la menopausia de las mujeres de mi familia, que son mayoría. Sudaban y sacaban un abanico en pleno mes de enero y poco más. Anunciaban los calores con un “Ya vuelven”, pero no hicieron aspavientos ni se quejaron. Para bien o para mal, las mujeres de mi familia somos sufridas. Una característica que no es solo patrimonio de las féminas. Mi tío, sin ir más lejos, se fracturó una costilla y un dedo del pie y siguió trabajando en un bar, pero hoy hablaré de mujeres.

Es clave independizarse. Esa primera noche de una nueva vida produce una mezcla de vértigo y entusiasmo. Igual que dormir tres noches seguidas con la misma persona. No se olvida el día que te enteras de que estás embarazada, como tampoco se olvida si pierdes un bebé. No conozco a ninguna mujer a quien un aborto no le remueva el alma. Sentí que mi existencia daba un giro cuando una tarde que arrastraba el carrito de mi hijo recién nacido vi a un grupo de amigas estupendas y guapísimas tomando copas en una terraza. Supe que nunca volvería a esa realidad de despreocupación y libertad que un día viví. Es un tránsito hacia otro estatus. Maravilloso, pero requiere de adaptación. 

Coincido con una vecina del barrio paseando al atardecer. Me dice que sus hijos ya son mayores y no la acompañan a caminar. Hay nostalgia y vislumbro otro momento clave. Volver a encontrarse con la mujer de (casi) 50. La que convive con una nueva manera de relacionarse con su prole adolescente y con su profesión. La que nota cambios físicos y caderas más anchas, calores y menos ímpetu. Me cuenta que se toma en serio eso de cuidarse. Yo, que siempre he tenido tendencia a mimetizarme con el entorno, decido hacer lo mismo y pillar el toro por los cuernos. Consulto dietas saludables, me pongo en plan Marie Kondo, prescindo de esas prendas anodinas que se mantienen en mi ropero desde tiempos inmemoriales y me propongo subir un escalón más en mi compromiso con el bienestar y la salud. Solicito cita para analizar mi masa corporal y condición física. Ilusa de mí.

Acaba de amanecer y estoy delante de esa máquina del horror. Sin haber ingerido líquidos o sólidos. Un chico guapo y cachas, que considera que sonreír está sobrevalorado, me pregunta la edad y el porqué de mi decisión. No intuyo lo que me viene encima y trato de hacerme la graciosa. Puede que incluso coquetee un poco. “¿La carta a los Reyes Magos?”, le sonrío. Saca aire por la boca, lentamente, como si soplase una vela y estuviese conteniendo su ira. “Si tú lo dices”, añade. Juego en terreno hostil y al tío requetebueno le empiezo a hartar, lo sé. Me pongo seria, subo a la báscula y cojo los electrodos. “Adelante, soy toda tuya”, pienso. El diagnóstico es rotundo: pierde peso y más ejercicios de fuerza. “La fuerza es clave para prevenir caídas”. Cuando los hombres te ven rozando la senectud, ése sí es un momento clave.

 

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