En el fondo de todos los fondos, la política solo trata de dos cosas: del bienestar de la gente y de su libertad invidual. De aumentar la primera (los asuntos materiales) y de ensanchar la segunda (los asuntos del espíritu). Eso que se denomina con gran prosopopeya la «justicia social» forma parte de uno de los dos apartados. O de ambos a la vez. Cuando la «justicia social» se envuelve entre el pasteleo de la retórica y antepone los objetivos colectivos a los individuales lo normal es que se acordone la esfera de las libertades. Es un equilibrio difícil. Porque la verdad es que, en el fondo de todos los fondos, la política sólo debería servir para alcanzar un objetivo: la emancipación del ser humano (que lleva aparejado un epílogo muy terrenal: la lucha contra la sumisión y las barbaries institucionalizadas). Cuando la política, cuyo cometido es el de elevarse sobre esos dos pilares -el bienestar de las personas y su libertad- se deja convencer por las teologías y se transforma en una nueva moralidad, la consecuencia es la instauración de una paranoia. Llegados a esas orillas, nadie se salva. A bordo del autoritarismo moral navega hoy buena parte de la izquierda, como si la historia necesitara repetirse en lugar de superarse. El nuevo fantasma -el autoritarismo moral- no solo recorre Europa, sino el mundo, y las fuerzas que se han unido en Santa Cruzada no lo han hecho esta vez para acosarlo, a la manera de Marx, sino para encumbrarlo y extender su dominio. ¿Cómo es posible?

A partir del XIX, el pensamiento político se divide entre la idea comunitarista y la idea individualista. La socialdemocracia constituyó un esfuerzo por conciliar ambas ideologías. Sus vacilaciones últimas a partir de la aceleración de los cambios sociales y tecnólogicos y su necesidad de pactos en la práctica, sin embargo, hacen que los coletazos de la izquierda surgida de los sistemas sociales jerarquizados -aquella que fabricó un esquema de supuestos, categorías y explicaciones que cristalizaban en la concepción del Hombre Nuevo-, impregne los anchos espacios liberales de los partidos socialdemócratas actuales. Esa colonización provoca que en ocasiones se confundan las voces, o que la socialdemocracia, exhibiendo sus debilidades, asuma directamente la voz de la izquierda comunitarista a poco que se descuide. (La fuerza hipnótica de algunas de las ideas y representaciones con que se reafirmó en el pasado aquella izquierda -cualquier medio valía en aras de objetivos supremos: patria, progreso, felicidad- reviven hoy como novedades o verdades insoslayables.) Frente a esa voluntad de supremacía moral se levanta la duda -el demonio más ancestral de esa izquierda doctrinaria-, la raíz sobre la que se construyó el Occidente democrático y de la que se alimenta, o alimentaba, la socialdemocracia, al menos en las últimas décadas. Donde no hay duda hay dominio arbitrario, opresión, abuso. Culto místico, exaltación religiosa, adulación al líder. Intolerancia. Dado que hoy la duda se desprecia, provoca sospecha y desconfianza, es natural que se conjugue con tanta alegría el verbo prohibir, en sus distintas variedades y manifestaciones. Las prohibiciones se incluyen a capazos en los programas de las formaciones políticas y proliferan en la dialéctica política sin pudor alguno. Prohibir, o abolir, o anular, o advertir, o eliminar, o retirar, o cancelar… No es que se regulen usos o rutinas perjudiciales o convenientes para las mayorías, de acuerdo con la organización social, es que se apercibe sobre el empleo «indecoroso», o indigno, de argumentos e ideas (ideas que incluso forman parte de los valores de la democracia, no hablamos aquí del racismo o la xenofobia, que no figuran entre ellos). Es un giro radical sobre la izquierda levantada a partir de los principios ilustrados, del pensamiento científico y de la transgresión materialista. La misma que impugnaba los hábitos fundados en torno a atavismos y sotanas. No hará falta remontarnos muy atrás para observar que desde campanarios y religiones se esparcía el verbo prohibir y que para huir de esos santuarios castos y casticistas, angustiosos, de esos oscuros poderes a los que la vida estaba sometida (y para huir de aquella España eterna que pintó Picabia: un esqueleto vestido de gitana y fumando un cigarro), buena parte de la grey acabó en los brazos de la izquierda permisiva, la que celebraba el gozo y el brindis hedonista, la que alentaba la osadía antidogmática. Todo ese cosmos, como si quisiera honrar de nuevo los esquemas de los viejos relatos teológicos, está a punto de derrumbarse, y la izquierda, que vino al mundo para corregir los odios, enaltecer las pluralidades, respetar las diferencias, coexistir con las contradicciones y doblegar la intolerancia, se desdibuja estimulando un mar de correcciones, obediencias y disciplinas. Si la socialdemocracia se está contagiando, como digo, de esa nueva atmósfera inflexible, de aires absolutos, habrá de meditar cómo evadirse del cuadro infeccioso cuanto antes. O acabaremos -acabarán- censurando hasta el bolero «Mía», nunca te olvides, sigues siendo mía, del maestro Armando Manzanero, y con el aplauso de la multitud.