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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

Invasión urbana de... contenedores

Una zona de contenedores que acumula basura. daniel tortajada

No son ladrones ni ultracuerpos, ni bárbaros ni romanos… Son contenedores que nos invaden. La antigua basura, organizada en volquetes generalmente de plástico endurecido y que ha ido incorporando formas y colores a lo largo de los últimos años hasta convertir la calle en una amplia colección de cubos. Los ultimísimos marrones, los grises de siempre, como los de tono verde oliva, los amarillos, los azules… grandes y medianos, con palanca al pie o al brazo, deteriorados por el uso y nuevecitos. Cada vez con más carteles didácticos en valenciano normativo que el departament de normalització debe adecuar para adherirlos a los frentes de los cubiles…

Un servidor se aclara a duras penas porque, en bastantes ocasiones, antes de llegar a la zona de recogida y pre-reciclaje llevo en la mano unos papeles para tirar y ya no sé si demorarme hasta el contenedor de cartón y otros derivados, o usar alguna de las diversas papeleras con las que los servicios municipales de limpieza acotan las vías peatonales de la ciudad: Las hay modelo amarillo limón, negras de metal fundido, o con boca cromodorada como las de los franceses de JC Decaux.

En plena capitalidad mundial del diseño en Valencia, no me pregunte usted, amable lector, a qué organizado concejal o concejala de no sabemos qué partido, se le ha ocurrido atestar las calles con los contenedores. He contabilizado en algunos enclaves estratégicos de los distritos por donde suelo moverme: Ciutat Vella, l’Eixample, Extramurs, Campanar, Jesús, Quatre Carreres o el Marítim, casi siempre de modo pedestre o en taxi, hasta seis grandes cubos de recogida de residuos seguidos, seis. Muchas veces sorteando los topes metálicos instalados por la propia contrata (supongo) y bloqueando el frente paisajístico de muchos negocios, incluso de alimentación, instalados en las plantas bajas.

La otra tarde, cerca del anochecer, venía un servidor de un acto expositivo de la capitalidad, convencido de la máxima difundida por los grafistas sobre la toma de conciencia social –y política– en torno al diseño. Me acerqué hasta los helados italianos de la Avinguda del Regne de València, y con el cucurucho en la mano topeté con seis contenedores, uno detrás de otro. Caramba. Miré al frente, y en la otra acera, un poco antes de llegar a otro clásico, el Bar Che, el de los cines, los periquitos y la última máquina de agua de seltz, habían plantificado otros cuatro. Unos diez en total en un tramo que no llegará a los cien metros, con no más de unos siete u ocho patios de viviendas y una docena y pico de comercios…

A todo esto, se repiten sobre todo los contenedores de residuos orgánicos y un poco los de plásticos y envases; menos existencias se encuentran de los azules para cartón y papel, y escasean del todo los verdes orondos para el cristal. Por si fuera poco, malas lenguas dicen que la recogida selectiva no sirve para mucho porque no existen plantas de tratamiento específico y selectivo; lo cual, espero, que no sea verdad.

El tema no es baladí desde el punto de vista político. En el País Vasco, cuando la izquierda abertzale quiso cambiar el modelo de la recogida de basuras se hundió electoralmente. Fue el desastre de la basura en Donosti lo que ha dejado para siempre a Bildu en la postración política en las grandes ciudades vascas. Allí terminaron con los feos contenedores para implantar el orden ancestral de la recogida puerta a puerta mediante cubos colgantes en las porterías, imitando unos sistemas que habían visto en pequeñas localidades catalanas. Los donostiarras se alzaron contra aquella “basurada” y de Bildu en el gobierno easotarra nunca más se supo.

Visto el paño, le pregunto a un conocido cuánto costaría implantar un sistema de recogida de residuos con los contenedores soterrados, de los que únicamente emergen a la superficie unas tuberías con tapas de colores por donde el ciudadano echa sus bolsas con las que previamente ha separado su desperdicio. Los he visto en Xàtiva, en Dénia… en zonas céntricas de Santiago de Compostela, Santander y Segovia, en Ronda y en Tarragona, en Palma, Ibiza, Formentera… ¡Y en Valencia!, ¡eureka! Pero no llegan ni a una veintena las «islas» o zonas adaptadas a este sistema, mucho más limpio y respetuoso con la vía pública.

El conocido me informa: la instalación de la «isleta» para residuos cuesta unos seis mil euros, y cada nuevo contenedor soterrado en torno a cinco mil. Además, puede ser inteligente. Y me pregunto, por qué no se extiende el contenedor soterrado a más zonas de la ciudad, no solo a los espacios patrimoniales, sino también a las zonas comerciales, a los espacios de ocio y entretenimiento, a las áreas deportivas, a las rutas ciclistas, a los hospitales, jardines, camposantos y templos de culto, a los colegios, sobre todo a los colegios… Si fuera necesario podría hacerse mediante contribuciones especiales. Nada me gustaría más que coadyuvar a esta causa por mi ciudad y mi barriada.

Si hay que avanzar en educación medioambiental, hagámoslo con todas las consecuencias, pero empecemos por no afear la ciudad, no atiborrarla de desperdicios y malos olores. Así, tal vez, después de la capitalidad del diseño, podríamos aspirar a ser la sede del mundial de higiene y reciclaje urbano. Al tiempo.

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