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La Democracia y su crisis

Según el Centro de Investigaciones Sociológicas, el 90,4% de los españoles está harto de la crispación política, casi el 80% se encuentra preocupado por el tono del debate público y el 62,5% culpa de ello a los políticos. Ciertamente, basta presenciar en el Congreso alguna de las (mal) denominadas “sesiones de control al Gobierno” para constatar cuán bajo se puede llegar a caer en el ejercicio de tan importantes funciones representativas.

Pero no toda la ciudadanía pone el foco sobre los partidos políticos y sus dirigentes a la hora de buscar el origen y la causa de estos males. El filósofo norteamericano Jason F. Brennan, que posee una amplia producción científica y académica sobre la democracia y el ejercicio del derecho al voto, lleva largo tiempo proclamando que los culpables de la degradación del sistema democrático son los votantes, encuadrando a la mayoría dentro del concepto de “hooligans”. Se trataría de quienes acuden a votar cegados por la devoción a unos colores que implica, al mismo tiempo, el odio a los contrarios, así como el apoyo incondicional a los líderes y representantes de su partido. Según el citado profesor, dichos “hooligans”, unidos a los llamados “desinformados”, acaban minando las frágiles teorías sobre las que se asienta nuestro modelo.

Esos cimientos teóricos, perfectos e idílicos, parten de las ideas expresadas por Abraham Lincoln cuando pronunció su célebre frase “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Sin embargo, esa democracia “de manual” se topa con algunas realidades prácticas que van desdibujando la visión utópica de la elección de sus representantes por parte de esos pueblos. Por ello, con el fin de avanzar y poder afrontar así el reto de mejorar la calidad de nuestra democracia, merece la pena tomarse en serio, repensar y reformular las siguientes cuestiones:

 

1.- La libre elección del votante: el ciudadano es teóricamente libre para decidir su voto, libre para escoger a las personas que le representen y libre para decantarse por la opción política con la que se identifique. Pero, en realidad, el espacio en el que desarrolla dicha libertad se torna muy pequeño, puesto que las listas son cerradas y bloqueadas. De modo que, cuando opta por una formación política, se ha de circunscribir estrictamente al orden y a los componentes de una plancha impuesta por el aparato del partido. Su libertad llega únicamente hasta ahí. Quienes al final se presentan como representantes del pueblo son, en realidad, una extensión del cabeza de lista y, por esa razón, le deberán lealtad a él en vez de al ciudadano que introdujo la papeleta en la urna. Y esa lealtad se traducirá después en la famosa “disciplina de partido”, que genera no pocas situaciones vergonzantes.

 

2.- Los programas electorales: en principio, constituyen la base del “contrato” entre el ciudadano que vota y el cargo público que resulta designado. Un partido y una plancha de candidatos presentan un conjunto de propuestas a desarrollar en cada legislatura. Se trata de textos repletos de objetivos ambiciosos, tareas loables y promesas de cambio que casi nadie lee y que, aun en el hipotético caso de que lo hiciese y sirviese para decidir su voto, tampoco existe ningún mecanismo que garantice su cumplimiento. En la vida real, un consumidor víctima de la publicidad engañosa de un producto o un servicio dispone de mayor número de vías de defensa que un votante estafado por un programa electoral que ejerce de mero anzuelo.

 

3.- Los debates electorales: ideados como la herramienta ideal para la confrontación de las capacidades de cada candidato y la validez de sus propósitos, sirven para comparar argumentos y propuestas aunque, por regla general, sólo ponen de manifiesto una capacidad: la de descalificar al contrario y enturbiar la dialéctica con toda clase de reproches, cuando no de insultos. Los auténticos problemas de fondo -Educación, Sanidad, Justicia, entre otros…- quedan relegados, por no decir ignorados, para dar paso a una serie de escándalos más o menos relevantes, metidos con calzador con la única intención de arrinconar al rival.

 

4.- Los sistemas electorales: fórmulas y reglas que permiten traducir a escaños los votos de los electores. Lástima que estos sistemas tiendan a ser poco proporcionales, sobredimensionando o infrarrepresentando a unas formaciones políticas o a otras, al margen de los resultados obtenidos. Resultan de sobra conocidos los casos de partidos que, con muchos menos votos, sacan más escaños que otros que sí han obtenido un mayor apoyo popular. La necesidad de revisión y mejora de nuestras leyes electorales se alza como otra de esas evidencias convertidas en tabú y que nadie está por la labor de afrontar.

 

Caben más reflexiones pero, por el momento, aquí me quedo. Obviamente, somos y debemos ser una democracia. Pero ¿cuánto se parece la que tenemos a la que queremos? ¿Cuánto se ha incrementado en los últimos tiempos la distancia entre la primera y la segunda? Hagámonos ya estas preguntas, antes de que la Democracia se convierta en el problema en lugar de en la solución.

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