A finales de 2007, en los años eufóricos, el Valencia se aprestó a definir la llegada de Ronald Koeman como una reedición del «Dream Team». Los ecos del doblete de 2004 no se habían extinguido y empezaban a ejercer un efecto contraproducente en el club y su entorno. No bastaba con querer ser campeones, sino que dicha aspiración tenía que ser tan sofisticada como la cubierta de madera y acero del futuro estadio. La fanfarronería del nuevo rico se aburría con Quique y veía ya superado el perfil bajo de técnicos estudiosos como Rafa Benítez. Sin embargo, en su ideario como entrenador, Koeman tenía poco que ver con la imagen del intrépido Barcelona de Cruyff en el que, a veces, ejercía como único defensa puro. Mestalla no tardó en comprobar que Koeman era un técnico pragmático al que se lo llevó la marea de un club fallido, en el que el técnico neerlandés fue un cómplice activo del derrumbe.

El recuerdo de la etapa de futbolista es un espejo engañoso para valorar la posterior transformación como entrenador. Una consecuencia más de la evolución lógica de crecer y volvernos más conservadores. El mencionado Quique, que como lateral en los 80 subía la banda con la alegría de los brasileños, como técnico del Valencia prefería la seguridad de Willy Sagnol, antes que la indomabilidad táctica de Miguel Brito, que acabó siendo el fichaje de Subirats. Todo esto vale para desetiquetar, desde el silbatazo inicial, a Gennaro Gattuso como una continuidad, desde el banquillo, de aquel mediocentro que cortaba balones moviéndose «como el jodido diablo de Tasmania», en definición de Gascoigne, con quien coincidió en el Rangers y que le apadrinó con alguna bofetada cuando ese joven calabrés irreverente desafiaba sus códigos de líder crepuscular. Como entrenador, Ringhio (Gruñido, su apodo) tiene gusto por una circulación aseada y una mentalidad atacante. Su Nápoles era el equipo que más atacaba, solo por detrás de la exagerada exuberancia de la Atalanta. Aquellas estampas aguerridas no han llegado a la pizarra, pero sí se conservan en su carácter, lo suficientemente temperamental desde la banda para saciar el apetito tribunero de Mestalla y para defender a sus jugadores con un estilo muy Luis Aragonés.

En este ejercicio de desetiquetaje, hay que recordar que Gattuso es cliente de Jorge Mendes pero no «uno más de Mendes». A su experiencia como jugador, hay que añadir centenares de partidos dirigiendo a Milan y Nápoles, y haber crecido desde experiencias que siempre curten, como subir al Pisa a Serie B o pasar por impagos en Creta. Su etapa exprés en la Fiorentina, con 25 días en el cargo, hay que entenderla desde la rareza societaria de un club con la independencia suficiente de plantar cara a los excesos de mercado del superagente portugués. Una dignidad de la que el Valencia ya venía desprovisto en 2014 y de la que, obviamente, carece en la actualidad, con el prestigio desgastado y sin capacidad económica ni seducción en su mensaje para codiciar cualquier incorporación que no sea la que facilite Mendes.

En circunstancias normales, en un club lógico, la incorporación de Gattuso, como en su día la de Prandelli, sería una señal ambiciosa. Un tipo respetado cuyo encaje en Mestalla habría sido limpio también como jugador, aunque ese simbolismo de 6 que marca época lo ocupara su contemporáneo Albelda. Ahora solo es un síntoma tardío de redención. El drama del Valencia de 2022, como el drama del Valencia de 2007, no se resuelve con la apuesta repentina por entrenadores solventes con el aura carismática de su pasado en el césped. Es un club quebrado a nivel estructural, con un no modelo que siempre ha maltratado la figura sagrada del entrenador (mucho antes que Bordalás fue Pizzi) y que ha llevado a la entidad al borde de un precipicio más alto que la última fila de la Grada de la Mar. El obstáculo insalvable que evita toda prosperidad siempre será Peter Lim.