El filósofo Gilles Lipovetsky (1983) califica nuestra época como «el reino de la personalidad», donde el yo presenta un deseo irrefrenable de revelar su ser verdadero, su autenticidad. Matiza J. Carlos Ruiz, en Filosofía ante el desánimo (2021), que «no basta con conocerse a uno mismo, también hay que mostrarlo, exhibir nuestro mundo, narrar nuestros logros, contar nuestros anhelos y publicar nuestros sentimientos». Corroboro su opinión añadiendo porque muchas personas suben fotografías o reflexiones con el afán de compartir la información desmesuradamente en las redes sociales porque juegan un papel esencial en sus vidas.

El problema, como indica Ruiz, «aparece cuando nuestra personalidad siente la presión de asumir una identidad exitosa, que por lo general está muy alejada de la realidad»; es decir, cuando se pone todo el empeño en fundirse con la realidad, resultado de este afán exhibitorio es que al final el batacazo puede ser estrepitoso. El homo publicus pasa a ser homo abatáricus: las personas dejan de mirarse y el espacio externo deja de ser un lugar de sociabilidad porque este espacio está en la nube.

Otros pensadores, como Georg Simmel (1977), postulan la necesidad de preservar el «secreto de la intimidad», como un valor sociológico. Sin embargo, J. Carlos Ruiz indica que ese tiempo ha terminado ya, que ahora «experimentamos la ideología de la personalidad, que se manifiesta en bulimia emocional», ya que no hacemos otra cosa más que acumular experiencias «para vomitarlas ipso facto en las redes sociales, sin dar tiempo al organismo para extraer sus nutrientes»; y, me permito añadir, sin pensar en este acto y sus consecuencias. Cuánta razón tiene Adela Cortina (2013) cuando nos muestra que el cortoplacismo es uno de nuestros males con «esa necesidad de tomar decisiones a corto plazo, que apenas deja tiempo para la reflexión». ¿Acaso hay miedo a pensar? como decía en una entrevista Julio Anguita (2018). Tampoco favorece el análisis en tiempo real la turbotemporalidad que lo invade todo, como muestra Ruiz, o la pereza, el acomodo, o los millones de apetitosos estímulos que vemos cada día, desde las redes sociales y/o la televisión, por ejemplo. Justo ahora que la celeridad de los cambios precisa de ese tiempo para reflexionar y entender lo que está ocurriendo es cuando menos tiempo invertimos en pensar.

Si nuestra época es el «reino de la personalidad» como califica Lipovetsky o la «edad del algoritmo» como explica en su libro Cathy O´Neil, Armas de destrucción matemática (2017), ya que «las decisiones que afectan a nuestras vidas no están hechas por humanos, sino por modelos matemáticos»; tal vez se tenga que ayudar a pensar, como decía nuestro ilustre escritor José Luis Sampedro, como objetivo esencial de la educación. Ante esta situación de cortoplacismo y de miedo a pensar, no hay más remedio que recordar a Sócrates (470 a.C. - 399 a.C.) para quien «una vida sin reflexión no merece ser vivida». No debemos perder la capacidad de reflexionar, preguntarnos el porqué de todo y tomar decisiones cogiendo las riendas de nuestro propio futuro.