Fue breve, pero intensa y bien aprovechada. Lo que se esperaba que fuera un ejercicio de discreción, se transformó en una sucesión de ocasiones para recrecerse con los vítores de la gente presente en el club náutico de Sanxenxo. Las reacciones, políticas y mediáticas, añadieron carbonilla al brasero del evento. Un vendaval de monarquismo a la antigua en el que cada crítica era exorcizada por antiguos y nuevos paladines de Juan Carlos I. Muchos de ellos, con verbo encendido y la defensa de una ecuación que equiparaba la monarquía con la exaltación del rey abdicado, demostraron que en este país todavía perduran los herederos de quienes, con motivo del regreso de Fernando VII y del absolutismo a España, no dudaban en gritar «vivan las caenas»: las cadenas que maniataban las primeras libertades establecidas por las Cortes de Cádiz; las cadenas premeditadas por quien, desde su refugio dorado en Francia, había solicitado formar parte de la familia imperial francesa y ser ahijado de Napoleón.

Ahora, en el barco hincha de Juan Carlos I, navegan quienes actúan de buena fe, atribuyéndole las bondades de la Transición, los oportunistas de a tanto el apoyo y, de igual modo, quienes, incapaces de atravesar el plomo de sus entendederas, son dogmáticos por definición y reaccionarios por tradición.

En este totum revolutum destacan, por su inoportunidad, quienes creen que mostrarse valedores del Rey Emérito contribuye a desarbolar los aparejos de la izquierda contestataria. Lo arcaico de sus ideas les permite convencerse de que, en este país, mostrar arrobamiento por todo tipo de manifestación monárquica constituye un fiel patrón de conducta que consolida la institución y erosiona a sus adversarios. Unos monárquicos de armadura y dogma que nacen convencidos de que representan el bien en su plenitud y exclusividad. En consecuencia, todo lo que se encuentra más allá de tales fronteras constituye un insufrible mal que conviene debilitar y, cuando resulte posible, erradicar. Elevados por una superioridad moral auto-atribuida, la concesión de identidades sobre lo bueno y lo malo adquiere en sus manos una enorme plasticidad; hasta el punto de que, si se advierte la necesidad, nada les impide crear trajes de bonhomía a medida con los que cubrir lo que, para el sentido común y las virtudes cívicas básicas, no deja de ser desvergüenza y delito, hayan merecido reproche penal o lo hayan eludido por el oxidado privilegio de la inviolabilidad.

Frente a este plantel de doctrinarios, confortados por la infalibilidad de sus planteamientos, contrasta la que, posiblemente, sea la crítica más aguda que se ha realizado de Juan Carlos I. Su autor, José Antonio Zarzalejos, no es un desconocido para estos monárquicos trasnochados. Director durante quince años consecutivos de un diario tan significado como el ABC, resulta incuestionable su adhesión a la monarquía parlamentaria; pero la diferencia entre Zarzalejos y los monárquicos chillones y sectarios reside en su capacidad de emplear la inteligencia. No sorprende que, años ha, ya fuera objeto de atención inquisitiva.

¿Cuál es la aportación de Zarzalejos? Primero, situar el prestigio del Emérito donde le corresponde si se juzgan sus actos con el mismo rasero («La Justicia es igual para todos», ¡quién lo vino a decir!) que se aplica al ciudadano común en una sociedad democrática. Un rasero que, entre otros, recrimina los fraudes fiscales, la recepción de favores y agasajos con ocultas aspiraciones y la elevación del capricho personal a razón de realeza. Sucede, no obstante, que en este caso el rasero no puede ser el mismo: no, cuando se ha sido el Jefe del Estado y sus acciones u omisiones desmoralizan a la ciudadanía responsable, implosionan la institución y acaparan la atención de los medios internacionales, creando una Marca bis de España: la misma de la que se refocilan quienes desean mantenerla como imaginario de jarana, bostezo, mermado triunfo de la inteligencia y fértil campo de corrupción.

Dicho sea finalmente, la aportación de Zarzalejos en su obra Felipe VI, un rey en la adversidad (Barcelona: Planeta, 2021) aspira a alentar un largo plazo para la monarquía española. Arrojando a Juan Carlos I al desprestigio del Averno, diseña una amplia brecha entre éste y Felipe VI. Dejando libre de ataduras la lengua cuando se refiere al Emérito, fija severos contrastes entre ambos monarcas. Uno, adornado por el descrédito y la impudicia; el otro, cosechando una visibilidad limpia de tales errores y aspirando a merecer el crédito popular.

Es este ejercicio el que siguen sin entender quienes, pretendidamente monárquicos hasta las cachas, quieren celebrar cada una de las visitas que realice Juan Carlos en el futuro. Torpeza sobre torpeza, conseguirán que no olvidemos las tinieblas de su deshonra y que éstas sobrevuelen, con razón o sin ella, una institución que, como recuerda Zarzalejos, arrastra la condición de excéntrica en un mundo poblado de repúblicas y precisada de justificarse cada día.