Para comprobar el poco caso que hacen los representantes del saber valenciano acerca del mundo del trabajo basta observar los artículos «académicos» publicados -académicos o de vuelo alto, para el caso es lo mismo- sobre la llegada de la factoría de Volkswagen a Sagunt. Un desierto, grano de arena arriba, grano de arena abajo. Su silencio parece un manifiesto. Y no es que sus voces -las de los estudiosos- no suelan diseminarse por las distintas tribunas valencianas en cuanto alguna cuestión sustancial quiebra la armonía entre poderes o tensa las opiniones, ya sea la ampliación del puerto de Valencia, el destino en lo universal de la huerta, el siempre incierto futuro del modelo industrial, los buenos usos del transporte, el cierre comercial en los días de guardar o el flujo de automóviles y patinetes y bicis en lucha contra el flujo de peatones y señores y señoras con el carrito de la compra adosado al cuerpo. (Señores y señoras con el carrito de la compra cada vez quedan menos en el centro de Valencia, dado que el vecindario tiende a huir hacia las periferias, sabedor de que su proyecto de vida no coincide con el del figurante de un parque temático monumental). No son muchos, digo, los opinadores con tesis doctoral a sus espaldas que podrían valorar al alza la gran noticia, pero sí unos cuantos, y suelen aplaudir o censurar, como digo, las distintas acciones de la Generalitat o del Cap i casal con martilleante intermitencia. Ahora, en cambio, ante lo que es una epopeya bíblica caída sobre el escenario de Sagunt gracias a los buenos oficios de la Generalitat, sus saludos se demoran o enmudecen. Y no es moco de pavo de lo que hablamos. La factoría de Volkswagen constituye, sin duda, la gran noticia de esta legislatura, y su recorrido es gigantesco, Dios mediante. Dicho de otro modo: un acontecimiento de estas características bien vale una legislatura. Miles de puestos de trabajo, nuevas energías bajo el signo de la sosteniblidad (que se dice ahora), máquinas y más máquinas, empleos de altos y bajos grados, conocimiento e ingenierías, economías subalternas, en fin, todos los elementos que configuran el desarrollo activo de un futuro más próspero para una multitud de gente. ¡Y un futuro bajo la estampa de la industrialización, nada de extravíos livianos! ¡Si hasta vamos a parecer alemanes!

Pues bien, no se requieren estudios de antropología aplicada ni de psicología social para contemplar la sorprendente «normalidad» con que ha sido acogida esa deslumbrante anormalidad, insólita desde que en los años 70 la Ford decidió instalarse en Almussafes. Un recibimiento que, al margen de la atención mediática y de los bombos y platillos al uso, parece traslucir -y esto es lo supuestamente alarmante- el relativo interés que posee el mundo del trabajo primario o fabril en el imaginario colectivo actual, también en el de la intelectualidad próxima al Botànic. Es como si las palabras trabajo o empleo o fábrica hubieran perdido parte de su significado, arrinconadas por otras pulsiones más en boga: señalemos rápidamente el grito feminista, la explosión ecologista o los desvelos migratorios, por ejemplo. El trabajo elemental, la creación de empleo, el desarrollo laboral, ese universo que acompañó el discurso de la izquierda a lo largo de casi dos centurias, aparece hoy como devaluado, diluido en un enjambre de mensajes enviados por grupos de activistas que desprenden mucho foco y que alborotan las prioridades. El mundo real, el que ha de llenar la nevera todos los días y alimentar a la prole -y disponer de un jornal para después ir al cine o al teatro- se difumina en la percepción social ante el mundo virtual, el imperante, que a menudo actúa sobre la base de los discursos redentoristas. Hay mucha más actividad emocional en el ámbito de la defensa de un papagayo del Africa Oriental -en el caso de que existan en esa geografía- o en la divulgación de los beneficios para el cuerpo humano de la ingesta de tomate islandés que sobre la mejora de las condiciones básicas de subsistencia. Etc. Quizás por eso, bajo la tormenta de mensajes cruzados que desatienden el rango de las jerarquías, la noticia de la legislatura, la factoría de Sagunt, ha sido aceptada con tanto sosiego por determinados círculos, prescindiendo de su carácter inaudito. Quizás también es que las auténticas fuerzas de la historia, las que importan, van por un lado, y el momento ético de los grupos de opinión va por otro: por el que agrupa a las ideologías que acaparan escaparates públicos, algunas ya constituidas en religiones o leyendas. Y ya se sabe, ata más una leyenda que un trozo de pan. A nadie hay que negarle su deseo de felicidad, aunque se consuma en su propio error. En cualquier caso, ni todas las Fórmulas 1 ni todas las Copas del América puestas en fila india pueden igualar el acontecimiento industrializador de la Volkswagen en tierras de Sagunt. Y a poco que seamos serios y no integremos un circo de farsantes, habrá que decirlo alto.