Se trata de reducir, reutilizar y reciclar la historia, dizque con intenciones ideológicas, propagandísticas o eufemísticas —quizá tergiversativas—, aunque nadie lo sabe a ciencia cierta, entre otras cosas porque hasta la certeza de la ciencia está siendo asediada, y si se asedia esta certeza no será nada que se ponga sitio al cientifismo de la historia, una categoría en cuyo alcance se han invertido cataratas de sudor y montañas de rigor. La ciencia dejará de ser cierta, e incluso ciencia, para convertirse, vía relativismo absoluto, en carne de itinerario académico, en requisito administrativo, en requilorio burocrático, en puro trámite. Y sólo habrá historia desde 1812. Lo anterior será prehistoria, misterio y tiniebla. Se demolerán estatuas del xvii, del xviii, que ofenden la incoherencia de hogaño con la coherencia de antaño. Abajo irá Colón, porque los tribunales populares, las hordas revolucionarias, las masas rebeladas del siglo xxi han tenido a bien declararlo invasor, genocida y ladrón. Abajo irá Roosevelt ecuestre y flanqueado por indios y afroamericanos a pie, por prepotente, racista y socarrón. Abajo irán las pirámides y los acueductos, construidos por sanguinarios y esclavistas. Abajo irá el arte anterior al contemporáneo, por machista, clasista y aristocrático. Al fin y al cabo, ¿a quién interesa? El verdadero monumento de Segovia, con perdón del animalismo, es hoy el cochinillo. Los auténticos monumentos del mundo son ahora el ocio, la evasión, el desenfreno y el delirio. Se impone, pues, derribar los antiguos, que nos hieren la sensibilidad y nos afean la superficialidad. Hagamos historia de lo reciente, de lo que nos ha cimentado la intrascendencia, y extendamos un tupido alfombrón sobre lo antiguo, que nos la deja en evidencia. Llenemos de banalidades los cráneos juveniles, atiborrémoslos de feminisismos y ecologisismos, de animalisismos y enloquecimientos, de ñoñocutreces, pizpiretismos y enseñaculismos, de abortismos, eutanasieces y gilipolleces. Construyamos generaciones de alfeñique y civilizaciones decadentes. Y luego quejémonos —la queja es el deporte rey de nuestro siglo— de la imposible disciplina en las aulas, de la cochambre ortográfica en los informativos, de la criminalidad cotidiana, del marasmo administrativo y del trilerismo político. Nos derretirán el cerebro con horrísonas andanadas de «pelis» y series, de pitos y flautas, de filfas y mierdas, de auténticas filigranas excrementicias. Ya están preparando el terreno con la programación televisiva, con los vituperios de la publicidad, con la eliminación de la filosofía y con la reducción, la reutilización y el reciclaje de la historia. Que se modifique lo que deba modificarse, que desaparezca lo que deba desaparecer y que se ignore lo que no conviene, siempre con el ojo puesto en la salvaguarda y la conservación de la verdad absoluta, esa que fabrica el politburó, el komintern, el soviet, y aúlla nuestro idolatradísimo e incuestionabilísimo Tirano Banderas. Un declive. Un fiasco. Una historia mutatis mutandis, a partir de donde quieran sus mercedes politiconas, para una juventud fallida por confundida, para una sociedad en ciernes que no acaba de cuajar. Las puertas del abismo, rojas de llamaradas y negras de hollines, la esperan abiertas de par en par; los alaridos, los juramentos y los insultos de los precitos la saludan; el batelero infernal repercute al pasaje los desatinos del combustible, y aun así llena la trainera. La lleva colmada, zozobrante de atolondrados, de snobs, de bobos de Coria que hacen cola en el embarcadero desde altas horas de la madrugada, entusiasmados, eufóricos, frenéticos porque van de turistas al báratro. La cara de Aqueronte —verrugas y arrugas, lobanillos y chirlos— es una flor del mal: sorpresa y lástima, estupor y risa. Nunca fue tan fácil abarrotar las calderas. Nunca fueron tantas las propinas de pateta. Y cruza de vuelta la Estigia, dando pertigazos a los purgantes que se aferran a la borda, para cargar dos, tres, cuatro y hasta cinco remesas por día. Nos acortan la historia, nos aherrojan la vida, y con la máxima obtusez llegará la máxima vejación: se acerca el momento en que no habrá metálico, para que no escatimemos al fisco ni un cochino maravedí. Nos pondrán vigilancia, nos quitarán la herencia y nos dejarán sin historia; o con la historia justa, que vale tanto como reducida, reciclada y reutilizada. Bienvenidos a la historia ecologisista.