No esperen hallar en estas líneas ni una sola crítica hacia las personas que ejercen la prostitución porque no soy yo quién para censurarlas. A lo sumo, constatarán mi frustración ante la existencia del «oficio más antiguo del mundo», eufemística expresión que esconde una compraventa de carne humana que me provoca una sensación de vacío difícil de explicar. La pregunta a formular no es tanto por qué existen tantas mujeres que se prostituyen (los hombres lo hacen en menor medida) cuanto por qué tantos varones pagan por practicar sexo con ellas. De hecho, España es el país de Europa con mayor demanda de sexo de pago, muy por delante del resto. Según la Organización de las Naciones Unidas, el 39% de los varones españoles ha pagado en alguna ocasión por mantener relaciones sexuales. Pero nuestro país no sólo es una potencia mundial en el consumo de prostitución, sino que también se alza como uno de los principales puntos de tránsito y de destino del tráfico de mujeres. Lástima que perseguir en nuestro territorio a quienes se dedican a la trata con fines de explotación sexual siga constituyendo una tarea extremadamente compleja.

No faltan quienes consideran que se trata de un trabajo como otro cualquiera, un intercambio de servicios por dinero, fruto de la libre elección. Por contra, otras y otros sostenemos que se trata de una forma de esclavitud, por ser llevada a cabo en condiciones de profunda desigualdad entre ambas partes y, salvo excepciones puntuales, debido a necesidades económicas insalvables, presiones ineludibles o lamentables circunstancias personales. Desde los sectores más tradicionales, este fenómeno siempre se ha considerado una realidad inevitable vinculada a la especie humana. Incluso valoran su vertiente de servicio social para ciertos individuos con dificultades de relación. Pero resulta más paradójico, si cabe, que desde entornos asociados a la progresía también se defienda su existencia, equiparándola a una opción como otra cualquiera de ejercer la sexualidad. Y es en este concreto punto donde yo discrepo abiertamente, porque transmite una idea falsa de lo que supone una elección consentida, al obviar el complejo proceso que conduce a alguien a prostituirse, sus condicionamientos individuales y sociales y las no siempre demostrables formas de coerción, más sutiles o más brutales, que le envuelven.

No niego que existan excepciones, desde señoras refinadas que acompañan a ancianos millonarios hasta adolescentes que costean su carrera universitaria de modo alternativo aprovechando su afición al sexo. Pero me temo que, porcentualmente, son las menos y que no encajan en el perfil de las que se ofrecen en barriadas y arcenes bajo la férrea supervisión del proxeneta de turno, a menudo camello o mafioso. Conviene recordar que sus tragedias diarias son posibles porque existen tipos que compran sexo. Sabedores de numerosos estudios sobre los efectos devastadores que provoca la prostitución en quienes la ejercen, son ya bastantes los Gobiernos que la califican como «esclavitud moderna». Siguiendo el modelo implantado en Suecia, hace ya un lustro el Consejo Constitucional francés confirmó que era perfectamente acorde con su Carta Magna castigar a los consumidores de prostitución, tal y como estableció una ley aprobada en 2016 que había sido recurrida por algunas organizaciones galas. Me sumo a este criterio. A mi juicio, penalizar a los puteros contribuye a prevenir estos crímenes y a proteger la dignidad de las mujeres. Desconozco cuál será la suerte (es un decir) que correrá este asunto en nuestro país, donde la disparidad de criterios dentro de las distintas formaciones políticas se está tornando más patente que nunca en las últimas semanas. Lo que sé con seguridad es que, al margen de afanes moralizantes y con independencia de la intervención o no de las instituciones, todos los seres humanos debemos aspirar a construir un mundo alejado de la explotación sexual y ajeno por completo al abuso y al sometimiento del prójimo, máxime cuando se halla en situación de precariedad evidente.