No padre, no, dijo la mujer al muñeco que, vestido con el atuendo típico del llaurador valenciano, se encontraba sentado en una silla de enea de aquella alquería rodeada de naranjos, desconchados y aguas escapadas de las acequias. El padre real hacía tiempo que había desaparecido, víctima de sus achaques. Pese a ello, o precisamente a causa de ello, la hija había recogido aquel muñeco abandonado entre cañaverales. Un juguete que le recordaba al padre perdido.

No fuiste un buen padre, siguió la joven. No te quise: te tenía miedo. Miedo a tus insultos, a la facilidad con la que empleabas la correa para castigarme. Me obligabas a alzarme a las cuatro de la mañana, ya lloviese o se congelase el aliento. Hora de ordeñar las vacas y de desayunar tomando la leche directamente de sus ubres. No había tiempo para más. A continuación, venía la tarea de albardar el pequeño asno, asegurar las lecheras y dirigirme al pueblo. Kilómetros de distancia y más aún mientras recorría las calles y servía a las clientas. No, no me cansaba tanto completar la ruta como escuchar las penas de mujeres consumidas por eternos días de trabajo, maridos insoportables y nuevos hijos a los que criar. Tú no lo supiste nunca, porque me hubieras arrancado la piel de saberlo, pero más de una vez perdoné el pago de la leche para apaciguar la desesperanza que me gritaban las pupilas de aquellas madres.

Decían los vecinos que eras buen agricultor, cumplidor de su palabra. Pese a todo, me satisfacía escucharlo y trataba de alimentar tu prestigio ratificando los juicios ajenos. Después me enfadaba por haberlo hecho, pero el abrumador peso del qué dirán, de la moral fosilizada y de la hipocresía formaban parte de nuestro ambiente. Pero jamás olvidaré que estábamos sujetos a un doble rasero que liberaba las más de las veces a los hombres y aprisionaba a las mujeres en la aparente libertad del campo. ¡Cuántas veces me enviaste a trabajar experimentando menstruaciones torturantes, inflamada por las fiebres de la gripe o vencida por el dolor de los accidentes domésticos!

¡Y en cuántas ocasiones aprovechaste que era huérfana de madre!: esa ausencia que, desde la infancia, había facilitado que mi inocencia y obediencia se moldearan siguiendo los ciclos de tu capricho. No tenía quien me defendiera. Quizás, como había observado, no siempre las madres podían aligerar a sus hijos de las cerrilidades paternas; pero yo soñaba despierta con una madre fuerte, conocedora de tus debilidades y capaz de bajarte de aquel trono casero que habías levantado en tu mente. El mismo que crecía a medida que ahorrabas y te permitías arrendar nuevas parcelas e, incluso, transformar en propias las tierras que, históricamente, habían pertenecido a apolillados aristócratas y senyorets: aquellos a los que, en Navidades y San Juan, rendías pleitesía y abonabas las rentas correspondientes.

Sí, hiciste dinero, aunque nunca fuiste más que un pequeño propietario liberado de lazos feudales. Un dinero que me negaste, -jamás te lo perdonaré-, cuando tu prima, recién estrenada como maestra, te dijo que yo tenía capacidades para estudiar y seguir su ejemplo. Sólo era necesario pagar un duro al mes por la enseñanza. Aprendería, de este modo, a leer y escribir, a manejarme con la aritmética y, de paso, se comprobaría si realmente era apta para el estudio. Y tú te negaste pese a la insistencia de la tía. Para qué necesitaba una mujer saber esas cosas, le contestaste. Tuviste miedo de que conociese algo que te estaba vedado por tu propia ignorancia. Temiste perder el trabajo de mis brazos: los que, además de solucionarte el trajinar de las vacas, se internaban por los campos de hortalizas para recoger la cosecha y llevarla al mercado del pueblo. Los brazos que, miles de veces, habían rescatado agua del pozo o encendido lámparas de carburo y aceite porque jamás te propusiste disponer de luz y agua corriente. Y no digas que era imposible, porque al lado de la alquería se encontraba el motor de riego, utilizable como apéndice doméstico.

Fuiste más déspota que padre, el Padre padrone de la película italiana que descubrí mucho tiempo después. Le negaste la formación y el disfrute de la vida a tu hija, mientras malgastabas el dinero en las apuestas del trinquet y las casas de citas; mientras los billetes eran comida para las ratas que descubrían los escondrijos donde los ocultabas, desconfiado como eras de los bancos y de casi todo, incluida tu hija. Y hasta aquí llego, padre.

Al día siguiente, unos críos encontraron un muñeco chamuscado en un partidor de acequias. En apariencia, alguien había intentado salvarlo del incendio que, durante la noche, había consumido la vieja y abandonada alquería. Nadie mostró interés en conocer la causa.