La soledad es necesaria. Necesitamos nuestro tiempo, porque somos reflexivos: hay que pensar para llegar al meollo de las cosas y de las situaciones. No todo se ve al primer golpe de vista: es más, no suele suceder que en una primera mirada nos percatemos del asunto. A veces, cuando nos dan una noticia luctuosa, por ejemplo, la muerte de un familiar, la primera reacción es de incredulidad; luego, reaccionamos pensando que lo hemos soñado; solo después, en un momento de reflexión, nos apercibimos de lo que significa.

Pero la reflexión no se da sola. Es necesario compartir. Dialogar. Un diálogo franco, sincero, a puerta abierta, que no evita las preguntas incómodas, las cosas relevantes. Si uno “dialogara” solo con uno mismo, sería bastante aburrido y además engañoso. Una conversación chunga, de los miles de monólogos que tenemos a lo largo del día. En cambio, cuando hablamos, y lo hacemos con el corazón, abriendo ventanas, entonces todo se ventila. El diálogo es fructífero, a condición de que sea mutuo y sin cortapisas. Cuando se habla con el alma no ha lugar para el engaño, el engatusamiento, el flirteo. En la soledad acompañada del corazón no cabe la impostura ni la mentira. Ahí se cuestiona; pero más importante que las preguntas son las respuestas. ¡Eureka! Es la expresión del descubrimiento, del desvelamiento de los fenómenos aparentes que cubren la realidad que entonces aparece desnuda y, aunque sea dolorosa, es siempre esplendorosa, porque abre las puertas a la luz y a la esperanza.

Hay un pasaje esclarecedor que cuenta el evangelio de Lucas. Se trata de un progenitor que tiene dos hijos. El menor, le pide la herencia a su padre, y éste –que parece bobo- se la otorga. A continuación, se lee, marchó a un lugar lejano en donde gastó toda su hacienda en una vida de lujo y disipación. Cuenta la narración que, pasado un tiempo, y habiendo dilapidado sus haberes, hubo una gran hambre en la región. Aquel joven se vio en la miseria de un homeless, un sin techo: sus amigotes de juerga ya no se acordaron de él. Y fue contratado para dar de comer algarrobas a los cerdos. Para un judío, esto significaba una gran humillación porque el puerco es un animal impuro. Aquel hombre, llevado al extremo, en su soledad, reflexionó: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia! Y urgido por la necesidad creciente y angustiante, se dijo para sus adentros: iré a la casa de mi padre, y le diré: ¡padre he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros! Él no sabía que su padre, a diario, salía al camino, y lo avizoraba, porque tenía la secreta esperanza de que su hijo regresaría algún día. Cuando lo vio aparecer en lontananza, todo cambió: se echó al cuello, lo abrazó, y le dio mil besos. Hay un cuadro de Rembrandt, en el Hermitage de san Petersburgo, en el que se aprecia cómo la luz surge en el abrazo entre padre e hijo. Toda una escenificación de lo que supone el encuentro, el acogimiento el perdón, y, sobre todo, la verdad escenificada en ese diálogo amoroso entre padre e hijo.