No me escondo. El escudo Football Club recuperado por el Valencia de cara al centenario de Mestalla me ha tocado la fibra. Los partidarios de recuperar la nomenclatura fundacional, alterada por imperativo franquista, éramos pocos y solíamos bajar una vez cada década de las montañas para remover el antiguo litigio, que no superaba la semana de débil debate porque la pelota nunca se para y queremos por igual al ‘Club de Fútbol’. Desde la facción memoriosa siempre ha existido el viejo reproche de que el Valencia no se detenía en recrear mínimamente el relato que generaba como institución, a diferencia de otros equipos de su entorno, vecinal o competitivo, con leyendas pulidas con mucho detalle y hasta con su cuota de ficción. En ese camino, el Valencia y el valencianismo, enfocados en eterna alternativa a los títulos, iban dejando sin abrillantar episodios como el del reencuentro con el exilio mexicano, con Max Aub en el Azteca. Los libros de historia del Valencia fueron siempre escritos por periodistas externos al club. Y la acción de empleados anónimos, o coleccionistas, salvaba del olvido o del contenedor trofeos y recuerdos, que a veces emergían en un rastro. Una cultura de club desprotegida, sobre todo, desde el repentino fallecimiento de Vicente Peris y solo reparada desde la puesta en marcha del área patrimonial de la Fundación.

Fue así como acabaron extraviándose en la amargura inmediata de la derrota los banderines de las dos finales de Champions. Y fue así como un presidente tecnócrata ventilaba que su misión era reducir la deuda y no ocuparse ‘de la guerra’, cuando se le preguntaba si se iba a rehabilitar la figura de Rodríguez Tortajada, el presidente republicano no reconocido.

En la propia fundación del club, tardía (1919) y primaveral (marzo), estaban las respuestas. El Valencia nacía moderno y se ahorraba el prólogo amateur para atacar con aspiraciones y sólidas estructuras el incipiente fenómeno de masas lúdico, para asomarse desde un inicio y eternamente a las expectativas. En esa tentación, cada generación ha alcanzado la gloria, se ha frustrado y ha medido la ambición colectiva en cada ampliación de Mestalla, cada vez más grande, más asimétrico y más vertiginoso, capaz de intimidar a rivales y exponernos a nosotros mismos a desconocidos precipicios.

Ocho años con Peter Lim han revertido la histórica definición del Valencia. El club que no se daba por aludido para acentuar la retórica de sus gestas porque vivía instalado en un rabioso presente, ha pasado a alimentarse solo del recuerdo. Un recuerdo por fin enfatizado, pero con un efecto de distracción en el desmantelamiento, pieza a pieza, de una entidad en la que no queda rastro de su apetito voraz, teledirigida desde una sociedad creada en 2013 en Hong Kong, sin página web ni número de empleados conocido. En la irrealidad de la literatura siempre se encuentra cobijo, escribe Francisco Cabezas en ‘Perder’, una crónica vital, urbana y del oficio periodístico a partir del hilo de las crónicas de fútbol, donde las victorias son el preludio de inevitables derrotas. Me emociona el escudo recuperado del Football Club, pero no existirá nostalgia futura que cultivar si el Valencia no recupera su vocación inconformista, su arraigo local y su obsesión representativa, la única que ha permitido que Mestalla cumpla un siglo de humeante existencia.