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Martí

Las fiestas de los calcetines blancos

València es la ciudad más permisiva en materia sexual de la península y ahora abandera la nueva moda de ocio LGTBIQ+

Las fiestas de los calcetines blancos EDUARDO RIPOLL

Antes que Malasaña se convirtiera en el paraíso mesetario LGTBIQ+, pero mucho antes, València era la ciudad más abierta de la península, sexualmente hablando. Los locales de ambiente gay estaban repletos todas las noches y se organizaban las primeras fiestas del Orgullo. Desde el mítico Café de la Seu, a la primera discoteca Walkies o la Guerra, el barrio del Carme en su extensión más popular, fue de los más avanzados en visualizar todas las opciones sexuales de vecinos y visitantes. El boom del transformismo hizo, además, que en la mayoría de los garitos convivieran homos y heteros con absoluta claridad, alejando la tendencia de otras ciudades a la guetalización del ocio gay, como en la vida misma, pues hay muy pocas familias de esta orilla del mediterráneo sin parientes homosexuales. Nunca hubo conflictos de odio, hasta hace muy poco. Incluso durante la dictadura franquista, algunos falangistas y capellanes frecuentaban las primeras saunas, ese eufemismo donde se practica sexo consentido, y de uso muy frecuente entre la comunidad LGTBIQ+. Por cierto, en la derivada moralista de cierta izquierda, no se ha oído nada sobre la ilegalización también de estos populares locales.

Prohibido prohibir.

Cuando vivía en Russafa tenía al lado de casa una de esas saunas con piscina incluida. Tan cerca que además del olor a cloro que desprendía el sitio, era habitual tropezarte con un actor, cantante, político o escritor, tanto del terreno como de gira. Los más usuales incluso compartían barra con los clientes de un respetado bar familiar. Otros, ocasionales o más vergonzosos, salían con más prisas. Nada hacía pensar que en esta València tan libertina hubiera problemas de odio por la opción sexual de nadie, porque el ocio es plural y diverso y porque, hay que remarcarlo, la tolerancia valenciana en materia sexual es una de las más flexibles de Europa, más si cabe después de los planes de estudios progresivos que educan también en sexualidad inclusiva. Sin embargo, y aunque de manera puntual, València ha padecido algún ataque homófobo protagonizado por chavales nacidos en el siglo XXI, lo que obliga a concluir que nunca hay que dar por sentada la perpetuidad de los avances sociales, como vemos estos días en Estados Unidos, el vigía de Occidente. Por eso, prohibido prohibir debe ser la regla de oro de cualquier consigna progresista, porque cuando se confunde la autoridad con la moral se activa el modo reaccionario.

lntimidad.

Desde esa premisa, no solo me parece bien cualquier tipo de diversión individual o colectiva, sino que nunca me pasaría por la cabeza restringir ninguna, por mucho que crea que algunas fiestas del Orgullo han derivado en los últimos años en verbenas pachangueras, pero no es obligatorio ir a donde estás a disgusto y mucho menos impedir festivales, estés a favor o en contra de su contenido. Esa es la base de la convivencia democrática. Tampoco me parece mal la quedada que se ha puesto de moda entre los políticos LGTBIQ+ en València, aunque la mayoría se celebran fuera. Se llaman ‘fiestas de los calcetines blancos’ porque únicamente está permitida llevar esa prenda. Aunque en las más tops obligan a dejar el móvil a la entrada, tal como está el panorama de vídeos vírales contra la intimidad, mucha prudencia, a ver si alguno de los políticos con más responsabilidad pública valenciana protagoniza un episodio similar como en la serie ‘Intimidad’ de Netflix. Porque la realidad siempre supera a la ficción y las discrepancias del poder últimamente se miden más en el plano personal, para desgracias propias y ajenas.

Miramiento.

Embriagarse del cargo público resulta frecuente, con independencia de la afiliación y por su puesto también de la opción sexual. Por eso queda fuera de lugar acudir a fiestas privadas, sean esas o de canto gregoriano, con el coche oficial. El pudor y el decoro forman parte de la esencia de los servidores públicos, y todos nos pagamos las fiestas de nuestro bolsillo.

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