Y no precisamente bien, por cierto. TVE emitió en su telediario hace unas semanas una reflexión conjunta con algunos jóvenes que comentaban el tema. Pese a un iluminado que dijo sin sonrojarse que el porno fatal y todo eso pero que veía de vez en cuando para saber cómo se hacen las cosas, la postura general era clara: la pornografía sitúa a la mujer en posición de sumisión, es machista por naturaleza y educa para el abuso sexual. Vaya, que combinado con la fiebre de las pantallas y los cerebros consecuentemente perezosos para preguntarse por el mundo más allá de lo que ven, tenemos una pista acerca de la poca incidencia de la presión mediática y legal contra la violencia de género.

           Sinceramente, mola poder decir lo evidente y no quedar como un bicho raro, o como un carca indómito. Algo así sentí en su día cuando se me ocurrió sugerir la relación entre porno y violencia en segundo de una carrera de cuyo nombre no quiero acordarme. El profesor me despachó con un vago comentario, y una compañera estuvo de acuerdo conmigo, pero no hubo mayor atención al tema. Quizás desperté algo en la conciencia de aquel profesor y el rotundo suspenso que me calzó estuviera relacionado, vete tú a saber. El caso es que la opinión que ahora se esgrime públicamente parecía entonces una mosca cojonera, y con el tiempo se ha hecho obvio que esa mosca era realmente el elefante en la habitación, en la habitación del pánico de la violencia sobre las mujeres.

           Es revelador ver quién ha tenido a nivel político la valentía de señalar a la pornografía como una de las raíces de la violencia. El fenómeno tiene nombre y apellidos, y hasta una fecha de comienzo. Fue la joven diputada del PSOE, Andrea Fernández (26 años), en una entrevista en 2019.

           Los jóvenes hemos crecido en un ambiente en el que el porno es como el turrón en Navidades: duro y omnipresente, aunque a algunos no nos guste. Según Save the Children, casi un 90% de adolescentes varones lo ha consumido alguna vez, el 70% lo hace frecuentemente, y para cerca del 50% es su principal fuente de educación sexual. Sabiendo esto, y que no es nada nuevo, la pregunta más hiriente es: ¿por qué ha sido solo recientemente, y de labios de las nuevas generaciones, cuando esta relación implícita entre pornografía y violencia se ha puesto de relieve, impulsando un cambio legislativo? La respuesta, creo, está en la manía que tenemos los jóvenes de cuestionar lo recibido. Y bendita manía, en este caso. En los años ochenta la pornografía entraba en ese conjunto de supuestas liberaciones sexuales tras décadas de represión moralizante. Y mira por dónde, varias décadas después nos damos cuenta de que la liberación de unos era esclavización de otras, y que quizás la máxima liberal de hacer lo que quieras con tu vida no puede tener validez absoluta.

           Las ideas tienen consecuencias en los hijos de quienes las aceptan. Hegel escribió (de forma más obtusa, como de costumbre) que “la historia acaba por implementar las derivaciones implícitas en la idea”. Libera tus instintos y copula a diestro y siniestro, dijeron los ‘liberadores’ hace cincuenta años. Y hoy vemos claramente que la libertad nunca se ejerce sobre la nada, sino sobre otras personas, que las más débiles (prostitutas o actrices) acaban por ser sometidas a la voluntad de los fuertes, y que la difusión de eso crea nuevos adictos y pequeños machitos que mañana serán grandes cabrones.

           Por eso, socialistas de hoy: adelante con la abolición. En esto estamos juntos.