Bajo los oficios de Abel Guarinos, gerente intelectual de los teatros y cines públicos -y de una porción de las músicas-, se proyectó en la Filmoteca Valenciana una sesión doble sobre Joan Fuster. Constaba del documental «Esta es mi tierra», de TVE (1983), donde el escritor explica los trances y lances de esta periferia, según su metodología, y de paso nos enseña su casa (antes de la rehabilitación, claro), y de una entrevista con Montserrat Roig (1977), en la que la fascinación de la periodista por el escritor resulta inagotable. Un deslumbramiento similar al de un joven Joan Oleza, que en sus sucesivas intervenciones filmadas elogia a Fuster hasta las cumbres de la idolatría (la idolatría es una forma de impotencia, conduce a la autofagia y a la represión). No es extraño que a Fuster, en aquellos años, le llamaran El Papa. Eran años expansivos y liberadores, donde se apostataba y divinizaba al mismo tiempo y sin ningún prejuicio antagonista. La cosa es que los más viejos del lugar sabíamos del antiecologismo y el antibuenismo de Fuster («una cosa es ser ecologista y otra, ecólogo, claro») pero no así la escasa veintena de espectadores congregados ante el ritual filmado -a principios de los ochenta la sala se hubiera desbordado-, por lo que hubo exclamaciones, carraspeos y susurros cada vez que el escritor se desviaba del manual de la buena izquierda o se pitorreaba de esas ortodoxias tan celebradas en la actualidad. Parte del público descubría al Fuster real al mismo tiempo que descubría su propio pasmo al constatar que el Fuster real difería del Fuster imaginado. Qué se le va a hacer. Las revelaciones, o las catarsis doctrinales, son así, surgen de repente, como los milagros. En uno de los fragmentos, el de Sueca lamenta la transformación de paisaje de la costa, mermado por los edificios sobrevenidos, pero enseguida lo justifica con júbilo: antes que nada está el jornal y el pasar del vecindario. El paisaje es solo una categoría y es cambiante. ¿De qué ha de vivir el personal? En otro pasaje, el ensayista defiende las centrales nucleares. Siempre las había defendido. A Josep Vicent Marqués le espetaba, como un niño perverso: «Que tú no agafes l’ascensor per a pujar a casa? ¿I l’ascensor no necessita llum? ¿I d’on penses que ve la llum? ¿Hay peligro en la nuclear? Naturalmente. Todo tiene un coste, y un peligro. Etc. La verdad es que tras contemplar la proyección habrá que admitir que la historia no solo se repite sino que parece un aro: la campaña actual contra las nucleares posee el ardor de aquellos años, solo que entonces mandaba la UCD, y, antes, el General. Falta reeditar la pegatina de «nuclears, no, gracies» para identificar la sensación proustiana sobre los círculos cerrados de la vida: los momentos del presente y del pasado tienen el mismo valor y poseen la misma realidad. ¿Y los moros? ¿Qué me dicen de los moros? Fuster emplea la palabra moro («moros de lengua arábiga y de religión mahometana») tantas veces y con tanta alegría a fin de interpretar la historia de aquí que por muchas alegaciones que hagamos sobre las teorías del lenguaje de ayer y de hoy no salvaría al escritor de la hoguera ni las buenas diligencias de Javier Boix. Mavi Mestre podría encender la pira póstuma, dado que Fuster fue catedrático de la institución que preside. Fuster quemado en efigie dos veces, en el 62 y ahora. Otro círculo de la existencia. ¿Y por la misma cuestión, al fin y al cabo? Ni Giordano Bruno.

Por lo demás, el proceso de santificación de Fuster, debido a su aniversario, sigue las pautas previstas. Pese a impulsarlo el Palau tratando de conciliar todas las estrategias vaticanistas milenarias para no exhorbitarlo (ni para despertar viejos fantasmas ni para alimentar acólitos y corifeos), los apologistas y demás epígonos se han apresurado a cubrir con un gran manto sagrado al autor. Las celebraciones son así, mitifican a los desmitificadores, beatifican a los sacrílegos, reverencian al irreverente, y al iconoclasta, provocador, hostigador de iglesias civiles, destructor de historicismos patrióticos, corruptor de mitos y verdugo de los mundos de Carlyle, pues lo lanzan al séptimo cielo. De este modo, Fuster, que es el lugarteniente de Montaigne, el secuaz de Rabelais y Rusell, el liberal postmarxista con un pie en Gramsci y otro en los ilustrados franceses, se nos aparece ahora en lo alto de un pastel. Normal. Como por aquí la pasión nos omnubila y acentúa los extremos, en lugar de aprovechar la fecha para hacer balance y subrayar los aciertos y desaciertos desde la distancia, evacuamos un aplauso. La modernidad, creía uno, se fundaba en la deliberación, no en el cumplido. Cuando a finales de los setenta, Manuel Lloris publicó un librito sobre Fuster, bajo el beneplácito de J. J. Pérez Benlloch y Marius García Bonafé, que le atacaba en sus raíces, el solitario de Sueca se mostraba feliz y daba palmas por la controversia (decía que lo habían escrito los estudiantes que tenía Lloris en EE UU. A mí Lloris me caía bien: tenía admiración por la novela Contrapunto de Huxley. Ufff. Fuster, por Rojo y Negro).

En cualquier caso, si se cerniera un nuevo diluvio universal, habría que salvar una parte de Fuster, la del Diccionari y el Descrèdit, la dels Consells. La excepcionalidad de la otra parte, la identitaria y valencianista, viene dada no tanto por haber modificado la concepción del futuro de esta tierra sino por haber transformado la idea sobre su pasado, que es en definitiva lo sustancial. Chesterton decía sobre Dickens: «es un rey del que se puede desertar pero que ya no puede ser destronado». Pues algo así.