El discurso de Javier Bardem, cuando recibió en 2008 el Oscar al mejor actor secundario por su papel en No es país para viejos, no fue casual ni gratuito. Eufórico y muy alegre, el actor acabó su breve intervención con una dedicatoria a su madre y a sus abuelos, «a los cómicos de España que defendieron su dignidad y su orgullo». Nieto de Rafael Bardem y de Matilde Muñoz Sampedro, hijo de Pilar y sobrino de Juan Antonio, hermano de Carlos y de Mónica y primo de Miguel, todos ellos de la excepcional saga de los Bardem, el único intérprete masculino español que ha logrado la estatuilla en Hollywood quiso homenajear a un oficio que le contagió su pasión desde niño. Se trataba, en definitiva, de mostrar ese compromiso social que había impregnado la trayectoria de toda su familia. Ahora, en el centenario del nacimiento de su tío, cuando tenemos más oportunidad de revisar la filmografía de Juan Antonio Bardem, podemos apreciar que su huella ha perdurado a partir de una indudable calidad cinematográfica y de la voluntad de dejar testimonio de la España de su tiempo, de aquel gris, mediocre y dictatorial país. De hecho, los Bardem no han dejado de reflejar la sociedad que vivieron y viven tanto a través de su actividad profesional como de su compromiso cívico con multitud de causas. Cuando hoy, en ocasiones, la talla de un actor o un director se mide más por el número de seguidores en redes sociales que por su talento conviene recordar la importancia de cineastas como Juan Antonio Bardem.

Nacido en el seno de una familia de cómicos, Juan Antonio Bardem estudió ingeniería hasta que descubrió su verdadera vocación que lo abocó sin remedio a la dirección de películas. Tras una etapa de colaboración con Luis García Berlanga (Esa pareja feliz, Bienvenido míster Marshall), el joven Bardem optó en los años cincuenta y sesenta por un cine de realismo social que alumbró obras maestras como Muerte de un ciclista o Calle Mayor, premiadas en festivales europeos pese a la censura de la época; o La venganza, primera película española candidata a los Oscar en 1959. Para cualquier buen aficionado al cine la visión de estas producciones suscita todavía la admiración por su calidad técnica y artística, al tiempo que supone una impagable lección sobre nuestra historia reciente. Perjudicado sin duda por su militancia comunista y un tanto perdido tras sus éxitos iniciales, Juan Antonio Bardem no recuperó su pulso narrativo hasta la Transición cuando dirigió filmes como El puente, una demoledora desmitificación de los cambios sociales; o Siete días de enero, una estremecedora crónica del asesinato de los abogados laboralistas de Atocha en 1977. Tachado con frecuencia de cineasta demasiado fiel a una ortodoxia izquierdista, ese tipo de críticas se ha visto superado por el paso del tiempo y por la indiscutible vigencia de su cine, realmente insólito en aquella España de blanco y negro en todos los sentidos. Porque Bardem no sólo retrató un tiempo y un país, sino también la médula de una sociedad injusta y cruel que sigue paseando hoy desgraciadamente por muchas calles mayores de pueblos y ciudades.